La felicidad amarga, una novela de Pablo Martín Carbajal
“A uno siempre le gusta volver a los lugares del pasado, o al menos a mí me gusta; es como ver fotos antiguas, aquello que vivimos justifica lo que somos hoy, o tal vez al contrario, lo que somos hoy justifica por qué en su momento actuamos así. Quizá a muchos esto último le parezca extraño, y más bien podrían pensar que somos los que somos por aquello de que vivimos, y se quedarán simplemente ahí, sin necesidad de justificar acciones de otro tiempo de la que quizás otros sí tengamos necesidad.”
(La felicidad amarga, Pablo Martín Carbajal. Ediciones Irreverentes)
Pablo Martín Carbajal presenta La felicidad amarga, título en el que explora algunos de los temas latentes en La ciudad de las miradas, a mi juicio su mejor título en lo que todavía continúa siendo una bibliografía escasa pero en la que ya se aprecia constantes, intenciones, desenmascaramientos dolorosos y no tan inocente –como pudiera parecer– que saben a un ajuste de cuentas, a necesidad de ser él mismo. Ya lo cantaba Harlan Ellison, ese extraño escritor de ciencia ficción norteamericano en uno de los mejores títulos del género de la anticipación: Tengo boca y debo gritar.
Con todo, La felicidad amarga me parece una novela meridianamente madura en la todavía incipiente trayectoria literaria de Martín Carbajal, claro que no quiero decir con esto que resulte la más redonda porque La felicidad amarga, título en el que propone un largo monólogo en el que da voz a Rafa, su protagonista, sabe a ratos pero sin su hondo dramatismo a Confesiones de una máscara, del maestro Yukio Mishima, un escritor que nos enseñó la épica de la derrota en esa pequeña obra maestra que es El marino que perdió la gracia del mar, y en la que concluye con inevitable resignación oriental que “la gloria como todo el mundo sabe tiene un sabor amargo.”
En este sentido, Pablo Martín Carbajal necesita seguir creciendo como escritor. Esto es que necesita creerse escritor y sobre todas las cosas desprenderse de los prejuicios y vicios que lastran aún, a mi juicio, lo que debe ser su identidad narrativa.
Me parece así que Carbajal todavía tantea, hace ejercicios, juega con una escritura que pide sinceridad, una marca si quieren a través de la cual identificarse y que sus lectores lo identifiquemos.
Y estos elementos, que percibo solo a ratos en La felicidad amarga, no terminan por dominar el contenido de una novela que sí, es intimista, pero que no logra mantener una coherencia global en el relato.
Un relato construido a base de recuerdos y en los que repasa con mirada demasiado generosa las relaciones de su protagonista con su entorno familiar e inocentemente crítica con el círculo de amigos que forjó en un periodo de la vida, como es la infancia y la adolescencia, también la primera juventud, que nos marca como personas.
Cuenta La felicidad amarga de todas formas con momentos que me sacuden por dentro, y este temblor, esa corriente eléctrica, me sabe a literatura porque entiendo que la literatura, la buena literatura, es la que consigue conmoverte, que consigas que seas feliz o te empape la tristeza con lo que lees, pero también es verdad que hay otros capítulos que dejan indiferente, que te parecen de relleno pese tratarse de un libro que apenas supera el centenar de páginas.
Pablo Martín Carbajal cuenta en La felicidad amarga la historia de un joven que busca desesperadamente su identidad. Reconocerse frente al espejo.
Tras pasar una larga estancia en el extranjero, su protagonista regresa a la isla, Tenerife, donde se da cuenta de la transformación que ha sufrido por dentro mientras intenta reencontrarse con esa felicidad inocente que da título a la novela para asumir finalmente que ya nada es lo que fue. O lo que era. Que todo cuanto vemos resulta efectivamente distinto cuando nos hacemos adultos y dejamos de ser niños. O nos obligan, mejor, a que dejemos de ser niños.
Planea así en La felicidad amarga un curioso e inquietante discurso en torno al fin del mito de Peter Pan, y de los distintos disfraces que a lo largo de nuestra existencia vamos asumiendo por imposición de cuanto nos rodea.
Martín Carbajal recurre para explicarlo con la metáfora de las muñecas rusas, objetos que ilustran estos procesos de cambio, un recurso literario legitimo pero que entiendo innecesario para dar grosor a esta historia de decepción resignada pese a su significado poético.
La decepción no es lo mismo que frustración. Y Rafael, el protagonista de la novela, no es un personaje frustrado sino un hombre resignadamente decepcionado consigo mismo. En este sentido, el escritor pone el dedo en la llaga aunque, paradójicamente, su protagonista asuma ese estado ante la vida para no decepcionar a los demás.
A mi me parece un discurso interesante, pero me resulta involuntariamente camuflado en el relato cuando –ese al menos ha sido mi caso– es con el que más me identifico y que el escritor solo recupera al final de la novela con el objetivo, presumo, de dar un giro no tan sorpresivo de 180 grados a lo que ha venido hasta ese momento desarrollando.
Donde se maneja muy bien Pablo Martín Carbajal es en el retrato de los miembros que componen su familia, personajes a los que observa con mirada teñida de nostalgia, y grupo que ha ejercido sobre su persona una cálida sensación de protección al educarlo entre algodones. Ello explica la obsesión de Rafael por salir de ese entorno e intentar ser él mismo en sus visitas a países castigados por la pobreza. No obstante, y sin que se explique, Rafael decide regresa a su hogar cargado de recuerdos y sensaciones. Materiales que han ido modelando un carácter que le hace entender que su pasado son un conjunto de recuerdos felices que ahora, y con la distancia de la edad, le resultan amargos.
Como lector me seduce la capacidad que tiene Martín Carbajal para retratar ese microcosmo familiar porque me reconozco en ese microcosmo familiar. También cuando Rafa se relaciona con sus viejos amigos y descubre que continúa cayendo en las mismas trampas en las que hemos caído todos los que de una y otra manera hemos vuelto al lugar en el que se encuentran nuestras raíces.
Hay un momento, especialmente revelador en la novela, en el que Pablo Martín Carbajal refleja esa sensación cuando su protagonista recuerda un juego de adolescentes como es el de verdad y consecuencia, pero es un destello que no repercute en el tono total de una novela que cuenta solo con destellos.
Se puede así entender que el protagonista esté harto de fingir antes los suyos porque tiene la necesidad de ser aceptado como es en sí mismo, pero desgasta que esa reacción natural alimentada por el miedo solo explote con accesos de rabia reprimida porque no salen del corazón sino de la cabeza. En este sentido, su personaje resulta demasiado cerebral lo que pone de manifiesto que le falte sustancia, cuerpo espiritual, eso que se llama alma.
En su aparente cripticismo, en su aparente intimismo, Martín Carbajal salpica la novela con pequeñas claves que al modo de llave quieren ser determinantes a la hora de explicar la supuesta reconciliación que finalmente alcanza Rafa consigo mismo, pero su tragedia interior, su tortura fruto más de la cobardía y el miedo a no ser reconocido, hace que apenas te identifiques no ya con su tragedia sino con su obsesión silenciosa.
Obsesión que lo acompaña tras conocer el suicidio a pronta edad de uno de sus compañeros de escuela. Pero esta muerte cruel solo es un añadido más al cáncer de la culpa que se reproduce en su personaje protagonista, y a larga no resulta tan determinante como a mi juicio se merecía.
Pese a todo, La felicidad amarga es una novela agradecida en la que su autor da un todavía tímido paso hacia adelante en su trayectoria como narrador. Un narrador que si encuentra finalmente su voz –esa voz con la que ha logrado a veces erizarme la piel pero que sin embargo reprime– promete un futuro en el que ofrecerá más de una sorpresa.
Saludos, luce el sol, desde este lado del ordenador.
Julio 19th, 2013 at 23:56
Ya lo cantaba Sabina: “En Macondo comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver…” Eso se comprende en Macondo y, aún mejor literariamente hablando, en Comala.