En honor de Domingo López Torres. En honor de los desaparecidos
Son muchas las familias canarias que guardan un discreto silencio por sus muertos, muchos de ellos en vida tras escapar de la durísima represión franquista. Ese no fue el caso, entre otros muchos que sí desaparecieron para siempre en las simas de las islas o en el fondo del océano Atlántico, de Domingo López Torres, el poeta asesinado en febrero de 1937. Tenía entonces 26 años, apenas faltaban tres meses para que cumpliese 27.
Desde ese entonces cayó sobre su obra, breve pero muy intensa, una losa de silencio hasta que pasado el tiempo y muerto el dictador, unos y otros en Canarias lo recuperaron como personaje literario en El fondo de los charcos, una novela de Javier Hernández Velázquez y como objeto de un documental en Los mares petrificados de Miguel G. Morales y en el que el cantautor Pedro Guerra musicaliza e interpreta algunos de sus poemas.
Por lo que se ve, una recuperación imaginada y muy tímida pero interesante por recobrar la memoria de uno de los nuestros, de un vecino más de la capital tinerfeña que fue además de agitador y poeta, un modesto chicharrero que se crió en la calle de Ángel Guimerá.
Santa Cruz de Tenerife pagó ayer la deuda que mantenía con el hombre y con el poeta con una plaza que lleva su nombre y en la que, quiero pensar, además de rendirle tributo también recuerda a todos los que murieron en esta isla, islas y país que hoy se desangra, por razón de una guerra fratricida. Unos por inocentes y otros persiguiendo una bandera, una ideología.
El acto de ayer fue sencillo y reunió a bastante gente, algunos del barrio de Los Gladiolos, que fueron los menos, y sí políticos y tipos que escriben, lo que resulta milagroso. Y hubo, o eso noté, buena sintonía entre todos pese a los estirados.
Quizá fue lo imprevisto porque vi como pasaba de mano en mano un ejemplar precisamente de Lo imprevisto, los versos que escribió López Torres desde la cárcel. Ese de mano en mano va me hizo pensar un momento que era una edición facsímil que iban a repartir entre los presentes pero no. No, no. Lo había traído un familiar del poeta asesinado.
El acto lo inició y terminó el grupo de cámara de la Banda Municipal de Música de Santa Cruz de Tenerife que interpretó un fragmento de Cuadros para una exposición de Modest Músorgski y otro fragmento de El amor brujo de Manuel de Falla.
Me fui, cuando se disolvió el acto, con el agradable sonido de los metales sonando en mi cabeza y con la idea de cuántos de los que estábamos allí, y que no somos vecinos de Los Gladiolos, volvería a pasar por esa plaza.
Una plaza que desde ayer lleva el nombre de Domingo López Torres, poeta. Y una plaza que, qué quieren que les diga, lleva para mi el nombre de un tío abuelo al que por cenetista arrojaron al mar con una piedra atada en los tobillos.
Mi tío abuelo, natural de San Andrés, no fue poeta pero se merece como Domingo López Torres el nombre de una plaza, una calle para que su fantasma, ¿y qué familia de esta tierra no tiene un fantasma fruto de aquella guerra?, descanse por fin en paz.
En el acto de ayer, jueves 6 de junio, intervinieron además del alcalde en funciones de Santa Cruz de Tenerife, José Manuel Bermúdez, la concejala en funciones por Sí se puede, Yaiza Afonso Higuera, la impulsora de que la plaza lleve el nombre del poeta y el hispanista Brian Morris, quien resaltó la juventud con la que murió López Torres, una muerte que cercenó la evolución que como poeta y persona hubiera tenido si llega a sobrevivir aquellos dramáticos días en los que prendió el infierno en su tierra. Días aquellos en los que sus vecinos se dedicaron a denunciar a sus vecinos. A sacarse las tripas, a robar bajo el amparo de la ley, a contaminar de miedo el espíritu de una tierra que hasta ese entonces había sido de naturaleza generosa.
“Rompe el sueño, la risa, los colores,
la dolorosa acelerada espera
pródiga en la promesa, el ala, el premio:
verse ascender, ligero, en pleno vuelo,
hacia un cielo, otro cielo, y otro cielo.
Mientras la oscura cloaca de desdenes
insuficiente para tanta ofrenda
salta sobre la geometría de los bordes
inventando rizados carrouseles”.
Fragmento de Los retretes (3 de la mañana)