Uno de los nuestros: Robert Louis Stevenson
Aunque no sea del tipo de los que se acuerdan de todo su pasado como otros que conozco, sí que mantengo fresca en mi memoria sensaciones. Y entre otras sensaciones conservo como si fuera ayer el primer libro con páginas, muchas páginas, que leí en lo que llevo de existencia. Fue tanto el impacto, que me acostumbré a llevar a todas partes aquella novela que comenzaba a destriparse de tanto abrirla y leerla en cualquier sitio. En cualquier parte. En la cola del médico, en la del banco, incluso en el supermercado. Cuando viajaba en guagua o cuando te esperaba apoyado en la barra del cine Víctor, ¿recuerdas? Los minutos y las horas volaban, y yo ahí con la cabeza metida entre las páginas devorando con velocidad pasmosa lo que me contaba el primer escritor y la primera novela que, ya digo, me cambió para siempre la vida.
Hasta ese momento leía otras cosas. Y cosas muy entretenidas y no sé yo sí para públicos infantiles que van entrando en la adolescencia… Ante mi había desfilado hasta ese entonces cuentos dispersos de Las mil y una noches, que más tarde leí completo y me dejó subyugado, rendido o postrado a los pies de su millar de historias que dan paso a otras historias y esas historias a otras y otras más; los mal llamados cuentos infantiles de Andersen y los hermanos Grim. También los trágicos que escribió Oscar Wilde para que se anegaran de lágrimas mis ojos y algún relato más del que ahora mismo no me acuerdo. Pero eran cuentos, ya digo, ,historias cortas que zampaba con hambre hasta que un día cayó en mis manos la novela que lo inició todo. El libro que me abrió los ojos y despertó el gusano lector que llevó dentro desde ese entonces: La isla del tesoro, de Robert Louis Balfour Stevenson (Edimburgo, Escocia, 13 de noviembre de 1850-Vailima, cerca de Apia, Samoa, 3 de diciembre de 1894), escritor del que celebramos tal día como hoy su 170 aniversario.
Casi dos siglos de su venida al mundo y mostrarle al chaval que era entonces y ahora soy eso que llaman placer de la lectura. Y sí, claro que conocía alguna que otra adaptación cinematográfica de la novela pero ninguna de ellas es como el libro. De hecho, La isla del tesoro que reconozco es la de mis lecturas porque se trata de una obra que suelo releer con bastante frecuencia ya que me abstrae de la grisácea realidad que me rodea. Me hace viajar a una isla que no es la mía y que esconde un tesoro y una vieja fortaleza y piratas que son hombres de mal y de mar y hombres decentes y un niño protagonista, Jim Hawkins y un personaje gigantesco que forma parte ya de mi modesta familia literaria: Long John Silver o John Silver el Largo, hombre de mar y de mal, pero quién bien cae, qué maestro del ardid y la mentira.
El flechazo resultó así inevitable y como me suele pasar cuando la obra de un escritor me entusiasma, me puse a buscar más obras de Stevenson como un sediento en el desierto. Con el paso de los años leí El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde y Aventuras de un cadáver entre otras historias oscuras del escritor. Más tarde La flecha negra, que es un clasicazo de la novela de aventuras y uno de mis títulos predilectos en la producción literaria del escritor aunque si me permiten recomendarles uno o dos títulos más de Stevenson citaría Secuestrado y Catriona, que funciona como segunda parte de un libro que, como La isla del tesoro, te transporta y te hace viajar a un mundo posible.
Y claro que no descarto El señor de Ballantrae, una de las novelas escocesas más escocesas del escritor ni el puñado de cuentos que reunió en libros que sientan cátedra como Nuevas noches árabes, El club de los suicidas y relatos tan intensos y maravillosos como El diablo en la botella que a mi, ya ven, todavía me provoca pesadillas.
Stevenson escribió otros libros, libros de viajes y ensayos tan divertidos como su Apología del ocio que pudo haber inspirado a Paul Lafargue su El derecho a la pereza aunque no le entusiasmara demasiado a su suegro, ese hombre sin sentido del humor que fue Karl Marx. Pero en fin, que Robert Louis Stevenson solo hay uno, y ese uno resulta inimitabl y, por eso su arrolladora influencia en el niño que fui en aquel entonces y en el niño que sigo siendo actualmente y que canta por lo bajo cuando ve cernirse las nubes negras: “Quince hombres sobre el cofre del muerto, ¡Yo, ho, ho! ¡Y una botella de ron! La bebida y el diablo se encargaron del resto, ¡Yo, ho, ho! ¡Y una botella de ron!”.
Y funciona. Basta con recitarla a modo de mantra… la botella de ron.
Así que gracias mil, señor Stevenson, no sabe usted lo feliz que me hace reencontrarlo una, dos, tres y las veces que haga falta.
¡¡¡Ron, ron, ron, la botella de ron!!!
Saludos, reivindicando el tesoro, desde este lado del ordenador
Noviembre 15th, 2020 at 16:26
Compañero: fabulosa la nota sobre Stevenson, que nos iguala en gusto con Borges. Pero eso que dice de otro gigante del XIX, eso de que Marx no tenía sentido del humor debe revisarlo con una lectura casual de sus cartas a Engels y amigos (o enemigos), o las mismas Ideología alemana o La pobreza de la filosofía… Quizá a veces cruel, otras demasiado sofisticado, pero todo Marx está lleno de un sentido del humor tanto más trágico cuanto más se conoce su dura vida o la importancia de lo y a los que escribía. Sería interesante leer algo suyo sobre Marx; tómelo como desafío…
Noviembre 16th, 2020 at 14:19
Digamos que siempre fui más de Engels, el devoto obrero de don Carlos