Ir al cine era antes más emocionante…

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Cuando miro hacia atrás sin ira me doy cuenta que lo que de verdad queda grabado en mi memoria son sensaciones y momentos, por lo que al leer la noticia de que a lo largo de este año que ya termina unas 10.000 personas han asistido a algunas de las proyecciones de CajaCanarias me ha hecho pensar (sensible que está uno) en todos aquellos momentos y sensaciones que han ido tejiendo mi vida como espectador cinematográfico en Tenerife. 

Siendo un terrible adolescente intentaron educar mi confusa mirada las primerizas experiencias como cine club del colectivo Yaiza Borges, que proyectaban películas en un piso lagunero antes de mudarse al cine Tenerife (hoy reconvertido en saludable gimnasio) así como en las de la Caja de Ahorros, donde tuve la oportunidad de ver, entre otras, El perro andaluz de Buñuel o la impresionante Fake, el documental ficticio del gran Orson Welles.

En aquella aventura que era ir a ver cine en Santa Cruz de Tenerife, uno intentaba apuntarse a cualquier proyección por inquietante que resultara. En este sentido, recuerdo como una especie de aventura a lo Indiana Jones como me colé para ver Raza en una proyección privada que organizaba la hoy extinta Fuerza Nueva; o cintas soviéticas donde se loaba el coraje de los feroces comunistas contra la amenaza nazi que organizaba, si no me traiciona mi traicionare memoria, el PCOE (Partido Comunista Obrero Español) en una calle muy próxima al barranco de Santos.

También estaban las inolvidables sesiones de cine a las 4, donde lo mismo veía por enésima vez Una noche en la ópera  con los hermanos Marx que una cinta de Maciste. O el mítico cine de verano de la plaza de Toros, donde lo mejor no era la película sino la fiesta que se montaba el público, muy simpático y bacilón con la ominosa presencia del linterna intentando detectar con su haz de luz a los graciosos de siempre. Ahh… la plaza de Toros, cuántas y cuántas inolvidables noche de verano me pasé comiendo pipas y partiéndome de la risa con las bromas que escupían los otros protegidos por la oscuridad.

Que la pantalla pareciera que bailaba la danza del vientre con la brisa nocturna o que el sonido fuera un asco la verdad es que daba igual, porque a la plaza de Toros se iba sobre todo con la esperanza de echarse unas risas no ya con el pobre linterna sino con las gansadas que los espectadores le ladraban a los personajes de la película. Recuerdo, en este sentido, una anécdota estremecedora. El aborto de película se llamaba Lucifer e iba del tal Lucifer que resucitaba a los muertos. Y en esta, justo cuando los zombis salían a trompicones de sus tumbas, resuena en todo el coso taurino la gutural voz de un borrachito que gritaba: ¡yo a tí te conozco, yo a tí te conozco!

Algo parecido a este show, que deja en pañales los montajes que ideó William Castle para sus películas de terror, lo viví también en cines de barrio como el Delta en La Salud o el cine Fraga en Ofra y también en el Somosierra. Donde además de dejarte ver películas que en las salas respetables del centro de la ciudad no te dejaban ver porque no tenías los dichosos 18 años, el público resultaba igual de cachondo. Todavía recuerdo aquella lata de sardinas estampándose contra la pantalla del Delta durante la proyección de La poseída y justo en el instante en que la protagonista, una adolescente obviamente poseída por el mismísimo diablo, vomitaba una masa viscosa y de color verde; o las estimulantes películas eróticas (es un decir) de Max Pecas, como Yo soy ninfómana y otras cafradas por el estilo.

En fin, que en aquellos años a uno ni se le pasaba por la cabeza que un día habría multisalas, ni vídeoclubes y ni muchísimo menos dvd. Pero qué quieren que les diga, resultaba bastante más emocionante ir al cine por aquello de que no sabías lo que te iba a pasar. Lo dicho, una aventura.

Que sirva este escrito a modo de confesión para justificar mi apasionado potaje cinematográfico, a medio camino entre la cinefilia más tontorona y la cinefagia más ulcerosa. Le debo mi confusa pero apasionada mirada también a mis hermanos y a la tele en blanco y negro de aquel entonces, donde con solo un canal la mayoría de las noches te ponían títulos como En un lugar solitario, King Kong o Duelo al Sol por citar sólo tres cintas que todavía me emocionan cuando las veo…

Por eso celebro que 10.000 personas hayan asistido a los ciclos que organiza CajaCanarias, como celebro los que ven los que exhibe nuestra sacrificada Filmoteca y las rarezas con distintas denominación de origen que proyecta el cine Víctor. Soy consciente, sin embargo, que ya nada será como antes. Y que el acto de caza mayor que suponía ir al cine en mis tiempos ha terminado por convertirse hoy en un simple entretenimiento… eso quizá explique mi cada vez más notable renuncia a la sala oscura y mi apuesta por ver películas con y sin pedigrí en la soledad húmeda de mi casa. Sentado incómodamente en un sillón que pide a gritos su jubilación y con el mando a corta distancia para detener la imagen y poder ir al cuarto de baño. Pero son cosas de la edad, misántropo que se ha vuelto uno con el paso de los años y la pérdida de ridículas emociones… 

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