Así fue como llegué a ‘El guardián entre el centeno’

Me imagino que nos pasa a todos los que tenemos el vicio de leer. Y cuando escribo de lo del vicio de leer me refiero a cualquier tipo de literatura. Sea de caza mayor como de caza menor. De hecho, creo que la clave para que uno siga leyendo está en simultanear libros de peso con otros más ligeros. Es decir, que no se me caen los anillos cuando afirmo que tengo largas temporadas donde devoro literalmente novela best seller en ediciones de bolsillo, y otras en las que me sumerjo en literatura de primera división. Esto mismo me pasa con otras artes. Me gusta el cine y la música, claro que sí, pero tengo días en los que disfruto con engendros de celuloide y otros con obras maestras sin detractores. Admito, no obstante, que esta variedad en los gustos es la culpable del puchero que tengo en la cabeza, pero me encanta la dispersión y el caos, ese espíritu contradictorio fruto de relatos baratos y caros. De películas malas y buenas, de músicas para silbar o escuchar a solas en casa y a todo volumen.

En este itinerario aventurero que ha marcado mi pasión por leer de manera compulsiva cualquier cosa que caiga entre mis manos como mecanismo para olvidar el aburrimiento en el que se ha convertido mi existencia, hay libros que me llaman desde las estanterías y otros a los que llego por recomendación de los personajes más insólitos y canallas. Por ejemplo, una novela que marcó mi vida y por lo tanto mi manera de ver el universo mundo fue El guardián entre el centeno, lectura a la que llegué por azar a una edad creo yo que adecuada gracias al hijo de puta que asesinó a John Lennon. Me refiero al cafre de David Chapman, quien mató al hombre que pedía que le diéramos una oportunidad a la paz contaminado (decía él) por la novela de Salinger.

Debo de confesar que cuando leí que una de las razones que esgrimía Chapman era su lectura le había llevado a condenar la vida del mejor de The Beatles quise hacerme rápidamente con el volumen inspirador de sus podridos sueños de justicia para intentar encontrar en sus página la clave que había hecho posible el atentado. El libro estaba en casa, lo cogí entre mis manos y me puse a leerlo. Y cuanto más lo leía menos entendía a Chapman. ¿Cómo diablos pudiste hacer lo que hiciste echándole la culpa a esa obra maestra? A ese libro visionario cuya misión es la de abrirle los ojos a los adolescentes…

 Guardián entre el centeno se convirtió así en uno de los primeros títulos de referencia de mi existencia, y como tal su fantasma me persigue desde entonces. Pero ese fantasma que recorre mi alma no lo alimenta el odio a quien me ayudó a ser mejor persona con sus canciones, sino a ver mi alrededor con otros ojos. Flaco favor le hago a esta novela que devoré a los 16 años si digo que es de iniciación, pero es que a su manera lo es. No me sorprendió por ello conocer la carrera que ha tenido este best seller desde entonces. Prohibido en colegios y perseguidos por los inquisidores de la moral. En los Estados Unidos incluso se hicieron hogueras para arrojar sus ejemplares. ¿Por qué provoca tal rechazo? pues porque dice la verdad. La adolescencia es una etapa hermosa de la vida porque todavía te crees que puedes cambiar el mundo, el problema es que no puedes. Y si insiste con ese pensamiento (proteger a los niños para que no caigan en el abismo de los adultos) estás condenado al manicomio.

Dicen que Jerry Lewis quiso llevar la película al cine.

Quiero y amo el cine de Lewis, pero afortunadamente el proyecto nunca se hizo realidad.

Y es que El Guardián entre el centeno es una obra maestra, independientemente de hijos de puta como Chapman.

Saludos literarios a este lado del ordenador.

2 Responses to “Así fue como llegué a ‘El guardián entre el centeno’”

  1. Antonio Jiménez Paz Says:

    Y con el permiso de tu aventura literaria, Eduardo, y con el de tu dolor por la aventura desatinada de David Chapman, copio aquí debajo para quien le interese el primer texto que escribí sobre la primera edición española de un libro de Antidio Cabal, “Campo Nublo”, aparecida en Canarias en 2000, hoy encontrable incluido en la edición completa de su poesía que está sacando Ediciones Idea. En todos partes y relacionado con todo siempre hay dolor. Este fue mi primer texto sobre ese deslumbramiento particular mío:

    Un libro, mi padre y Nueva Gráfica

    “Nacemos para morir; entretanto vamos al cine”. No sé si me creerán, pero quien esto escribió es mi padre, a quien no tengo el gusto de conocer personalmente.
    Un día, revolviendo en una librería, me fijo en un libro recién editado, lo tomo entre mis manos y lo ojeo por curiosidad tras no identificar el nombre de su autor. Fisgoneo, y leo: “Observo al mismo tiempo que el agua que veo corre hacia el este y que el sol que veo corre hacia el oeste. Qué hacer”. Salto páginas, y leo: “Históricamente, Dios es un espermatozoide”. Paso páginas sin ton ni son hacia atrás, y leo: “El paso de un amor mayor a un amor menor es ceniza”. Tiemblo y paso páginas hacia delante, luego de nuevo hacia atrás, y leo: “Mi lucidez está en lo que no creo. Con esto pretendo llegar a ser completamente lo que soy”. Entonces tirito y salto páginas hacia delante, ya no sólo ojeo, páginas hacia atrás, se me entorpecen los dedos y me detengo, fijo los ojos, y leo: “La verdad no es inherente a la verdad. Su enfermedad es total. Ella siempre es otra cosa”. Pasa uno de los libreros a mi lado, me doy cuenta porque me molesta la inquina de su voz: ¿acaso va a pegarse el libro entero? No le respondo, no le hago caso, mi abstracción es total mojándome los dedos en saliva, pasando páginas no sé hacia dónde, el libro me trastoca, me detengo en una página cualquiera, y leo: “El corazón no comprende que nunca será el marido de la luna. Ella prefiere los telescopios”. Me sudan los dedos, ya no necesitan saliva, me estremece mi propio desconcierto, sigo pasando páginas sin orden, agradezco mi atrevimiento, y leo: “Hay que juntar sueño y carne. Esta juntura de los dos instantes nos permitirá que nuestras obras no sean rayos dirigidos, que predeterminemos el fin, y que no aceptemos la copia del paraíso”. Mi propósito curioso desaparece, me apasiono, me enamoro, no sé en qué medida, me descubro absorto, preso no de mí sino de otro, sigo pasando páginas, me detengo, y leo: “La poesía es un trueno que ninguno oye, o si se le oye no es reconocido. Y si no es útil, es porque nosotros no somos útiles”. Imagino su mano escribiendo pero ignoro sus datos, no le conozco, no sé de quién se trata. Vuelvo a saltar páginas y me detengo al final de la cuarenta y tres, y leo: “Oh poesía, espero no perderte con la muerte. Espero que luego me avales. Y si esto no, espero que existas”. Cierro el libro sin dejar de palparlo y dono mis ojos a su portada. Leo título y nombre del autor, busco información en la solapa, y leo: “Nací en Las Palmas de Gran Canaria, en 1925. En su Instituto Pérez Galdós cursé el bachillerato, con reválida en la Universidad de La Laguna. Mi infancia y mi juventud trascurrieron, irradiados desde mi ciudad natal, sucesivamente por Larache -en Marruecos-, Teruel, Muel, Alicante, Muchamiel, Marsella, Barcelona, Santa Cruz de Tenerife, Madrid -matrícula en la entonces Universidad Central, hoy Complutense-, Córdoba, Carúpano, Caracas, San José de Costa Rica, Managua, otra vez Caracas -en cuya Universidad Central de Venezuela me licencié en filosofía- y nuevamente en San José de Costa Rica, y Heredia, y Santa Bárbara…” Más desconcierto, retorno al principio, a su portada. Título: CAMPO NUBLO. Autor: ANTIDIO CABAL. Nombro varias veces su nombre y balbuceo: ¡Me cago en diez, sigo sin saber quién eres! Acudo a su última página en busca de más noticias, y leo: “Se acabó de imprimir el día 2 de octubre de 2000, en los talleres de NUEVA GRÁFICA, de La Laguna, Canarias”. Desconcierto total, paso páginas hacia atrás, y leo: “Esencia, no bailaré más tus ruidos. Princesa anormal, no me interesa tu medianoche”. Y unas pocas más hacia atrás: “Mi época sangra sin resultado”. Cierro definitivamente el libro, no encuentro sosiego, o tan poquito que paso por caja y pago tres ejemplares que el librero anonadado me entrega en una bolsa. Salgo al exterior: ¡Me cago en diez, no sé quién eres, pero acepto ir contigo al cine! Entonces descubro, comiendo palomitas de maíz, que él es mi padre.

    Año 2004, casi tres años y medio después. En las islas, espacio literario, la vida sigue igual: nadie escribe nada, ni sobre el padre, ni sobre el hijo, ni sobre el espíritu santo. Bueno, algunos sí, pero sólo sobre sus padrinos.

  2. editorescobillon Says:

    Gracias Antonio por tan aleccionador comentario.

Escribe una respuesta