¿La nostalgia es un error?

Estas horas de plácida felicidad que vivo y en las que tengo la sensación de ir navegando en un barquito de papel que me lleva inevitablemente a mis orígenes, no hay día que nazca y muera sin que me acuerde de mis visitas a la librería de viejo Sonora, ubicada en aquellos entonces en la calle de Imeldo Serís, justo donde está hoy enclavada una tienda de discos con el mismo nombre.

No sé la cantidad de veces que perdí el tiempo en sus entrañas, rebuscando en aquellas tongas y tongas de libros viejos y usados y pasando páginas y páginas de aquellos cómics para adultos que estaban vedados a mis ojos en los kioscos que salpicaban el paseo de la rambla que todavía tenía el nombre de ese generalísimo de cuyo nombre no quiero acordarme.

Recuerdo que dejaba mi bicicleta (de cinco marcas y fabricada en Taiwán) apoyada en la entrada como si el vehículo esperara con resignada paciencia a que saliera de la librería cargado de tebeos y volúmenes apolillados mientras el responsable del establecimiento, a quien recuerdo como un venerable librero, sonría cada vez que me veía entrar y salir de la tienda pertrechado de provisiones suficientes para aislarme un poquito más de la pesada realidad capitalina que soportaba y todavía soporto.

Gracias a Sonora casi completé mi colección subterránea de la revista Vampus, la versión española que la editorial Garbo editó de Creepy mucho tiempo antes de que Toutain la repescara en los 80, y con novelas de todos aquellos escritores raros que hoy, curiosamente, vuelven a ser reeditados. Me refiero a Stefan Zweig y Graham Greene, entre otros. También al incomprendido W. Somerset Maugham, cuyo El filo de la navaja fue de esos títulos que me marcó durante una época. O su El agente secreto, que si bien es una novela de espías pretenciosa te lleva de la mano a recorrer diferentes escenarios de la Europa castigada por la I Guerra Mundial.

Recuerdo que además de Sonora, el impaciente adolescente que tenía dentro (y cuyo espíritu mucho me temo que se resiste a dejarme) también se refugiaba de tanto en tanto en un establecimiento enclavado en la avenida de Ramón y Cajal. Se llamaba Música y labores, y lo llevaba un señor muy parecido al Elmer de los dibujos animados de la Warner Bros, y donde entre otras cosas (apenas tenía libros, la verdad, salvo aquellas deliciosas novelitas baratas del oeste, ciencia ficción, terror y policíacas) vendía sellos y monedas, y también colorines. Elmer, que es como voy a identificar a aquel hombre creo vagamente de origen gallego, iba siempre ataviado con una bata de color azul marino y un lápiz colgado en la oreja. Si comprabas, mojaba entonces la punta del lápiz con saliva para apuntar la venta con letra laboriosa en un cuaderno de tapas verdes.

Un amigo decía que a pesar de su tamaño, era muy bajito, Elmer sabía kárate, lo que nos hacía partir de la risa intentado imaginarlo dando saltos como nuestro por aquel entonces admirado Bruce Lee; hasta que un día, no sé bien por qué, ese mismo amigo me informó que antes de venirse a Canarias, Elmer había pasado una buena parte de su vida en Cuba

Los que me conocen saben que tengo desde pequeño una especial fascinación por la mayor de la Antillas. Así que un día le pregunté que me contara cosas de ese país que, según el periódico habanero Diario de la Marina a inicio de los sesenta, calificó a su polémica revolución castrista como una sandía: “verde por fuera y roja por dentro”.

La estrategia o excusa que busqué para que rebobinara en su memoria fue la de pedirle que me mostrara su colección de sellos cubanos.

Y aquí empieza la película. La imagen de un momento que todavía permanece grabado como al rojo vivo en mis recuerdos, porque se trata de uno de esos instantes que parecen sacados de una película en mi errática existencia.

A quien llamo Elmer se le disparó la lengua, y comenzó a hablar y a hablar con la mirada perdida, o quizá transportándolo a su Cuba del alma. Y yo, como un idiota, escuchando como quien bebe agua en el desierto aquella catarata de recuerdos: Una pequeña tienda en La Habana, una mujer que le echa una mano (más tarde quise creer que tuvo algo con ella), la noche habanera, las estrellas, el olor del Caribe y la revolución. Los barbudos verde olivo con corazón rojo que le cerraron el negocio porque ahora pertenecía al Estado… La sombra de Fidel, siempre alargada en esa isla con forma de lagarto, rompió repentinamente la magia de aquel momento. Y Elmer suspendió sus recuerdos y se apagó en sus ojos la luz triste de la nostalgia para preguntarme volviendo a la realidad si me iba a llevar alguno de los sellos.

Le respondí que no, algo molesto conmigo mismo. Tenía la sensación de que su relato me obligaba a darle algo a cambio por ser testigo de su viaje no sé si involuntario a aquella isla donde fue tan feliz.

Con la distancia, pienso que lo mejor de ese día sumergido en su relato fue que Elmer, ese señor que mojaba el lápiz con saliva, hizo un gesto con la mano y me dedicó una de sus raras sonrisas (creo, de hecho, que fue la primera y la última que lo ví sonreír porque siempre estaba serio o de un mal humor que daba miedo, pero ese también era uno de los atractivos para que fuéramos periódicamente por su tienda).

Como es natural, ya no existe ni Sonora ni Música y Labores. Tampoco la bicicleta taiwoanesa de cinco marchas a la que se le rompieron los pedales un día que bajaba por la carretera de Las Gaviotas, pero son de esas experiencias (no sé si tontorronas por simplonas) que vuelven a mi estos días extraños, en los que siento un sabor agridulce por una ciudad, Santa Cruz de Tenerife, que nadie podrá quitarme de la cabeza.

Pero les contaba que son días, semanas y meses los actuales en los que parece que me recupero de una larga enfermedad o pesadilla. Envuelto en una gozosa pereza que provoca esta plácida e inocente felicidad en la que me encuentro.

Santa Cruz de Tenerife ha cambiado radicalmente. Y en muchos aspectos para mejor, y es probable también que quien les escriba ya no sea el mismo de aquel entonces. Lo que no entiendo, sin embargo, es porqué ese empeño que me ataca de volver a los mismos lugares de mi infancia y adolescencia, esa voluntad inconsciente de dejarme atrapar por las redes de mi pasado.

Me estaré volviendo viejo.

No tengo otra explicación.

Saludos plácidamente felices desde este lado del ordenador.

3 Responses to “¿La nostalgia es un error?”

  1. Garrote Vil Says:

    http://www.myspace.com/garrotevilofficial

    Gracias por estar… seguimos tu quehacer diario…

    Un abrazo eternamente agradecidos…

    Garrote Vil

  2. Mary Says:

    No, amigo, no es un error, es deliciosa para alimentar el corazón
    saludos capitalinos
    Mary

  3. j vilageliu Says:

    Es en verano cuando a uno le asaltan estas rememoranzas que te llevan a los lugares de la infancia, tú por lo menos puedes recorrerlos, aunque sean un poco distintos, yo tengo que cerrar los ojos para verlos. Gracias por tus pensamientos. Es un placer leerte.

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