La extraña historia del libro que desapareció

v1.jpg

Esta historia me sucedió hace unos años, pero es tan extraña que todavía continúa intrigándome. El impacto que provocó a los que nos vimos envuelto en ella se transformó en uno de esos temas de los que no sueles hablar porque resultan muy incómodos. Verdad es, en todo caso, que transcurrido el tiempo y con aquellas relaciones ya disueltas, permítanme que me libere con este relato que presumo que no va a ser honor a ninguna verdad.

Me encontraba en esa época en Madrid, ciudad que salía de la marea postmoderna para meterse de cabeza en otra nada que ya me cogía avisado. En esos días solía reunirme con un grupo de amigos que procedían de varios puntos de la geografía española, aunque la mayoría vivían con sus respectivas familias en la capital de España. En aquel grupo había un poco de todo: aspirantes a escritores, músicos novatos, gente que quería dedicarse al cine y algún que otro pintor. La lógica y el aplastante paso de los años los fue situando a todos en su sitio. Es decir, que la mayoría acabó siendo abogados y economistas, aunque algún otro logró colarse y dedicarse con bastante arrojo y también sentido de la oportunidad a lo que quería desde aquel entonces.

En aquella pandilla de personas que estábamos aprendiendo a convertirnos en ciudadanos que callan y pagan sus impuestos, había un chico bastante raro, aunque ahora que lo pienso todos éramos bastante raros, lo que no nos hacía para nada especiales. Ese chico, pese a su edad corta todavía, tenía su biografía. Durante un tiempo había sido miembro de la que llaman Iglesia de la Cienciología pero había logrado deshacerse de sus influjos tras pagar una buena cantidad de dinero en las pruebas y test a las que, al parecer, te someten.

Recuerdo aquel tipo como alguien sencillo y meridianamente inteligente, también con algo de recelo frente al mundo, pero esas emociones son las habituales cuando tienes veintipocosaños. El caso es que aquel joven no llegó a nada más porque murió en un aparatoso accidente de tráfico en Madrid, accidente que incluso salió publicado en el diario Ya, un periódico que ya no existe pero que era bastante popular en aquellos años en la capital de España.

Si la muerte es un mal chiste por el que tenemos que pasar todos, que te lleve la dama de la guadaña cuando apenas eres un chaval te bloquea y desconcierta. Además, estás en una de esas edades donde esa sombra ominosa e inevitable todavía no te tapa la luz del Sol. El caso es que después de asistir al entierro, la madre del chico fallecido nos pidió que fuéramos a su casa porque quería desembarazarse de los libros de su hijo.

Fue una petición extraña, porque si bien cuando me hablan de libros reacciono como el perro de Pavlov, me dio la impresión que los que allí estábamos maldita la gracia nos daba revolver en las estanterías del compañero desaparecido. No obstante, y obedientes, procedimos al trabajo. Es decir, que nos fuimos por aquellos libros. A mi me tocó el Gilles de Pierre Drieu de la Rochelle, ese gran escritor francés al que el cineasta Louis Malle contribuyó a popularizar en algunas de sus mejores películas. En concreto El fuego fatuo, o en Adiós, muchachos, un filme que si bien no está inspirado en ninguna novela de la Rochelle, sí que bautizó a uno de los jóvenes personajes con su nombre.

Me costó bastante esfuerzo leer Gilles, y no porque resultara ser una novela voluminosa y en ocasiones reiterativa, sino porque me daba cierto escalofrío tropezarme en la primera página con la firma de aquel colega que ahora ya no estaba entre nosotros. Lo inquietante del caso, y les aseguro que es una verdad con todas sus letras, es que pasado el tiempo Gilles desapareció de mi biblioteca. Pregunté a mis conocidos si por algún casual se la había prestado pero todos me contestaron que no. Ese no generó en mi cabeza una serie de conjeturas a cada cual más disparatada. Entre ellas que el fantasma del amigo se lo había llevado a ese otro mundo que no sé si existe pero que de momento no deseo conocer.

Lo más extraño es que en unas de las últimas reuniones que mantuve con los que quedaban todavía de aquel grupo, y tras salir el tema de los libros que nos repartimos del amigo ausente, casi todos admitieron que no conservaban ninguno de ellos. Unos porque los regalaron, otros porque los dejaron abandonados en cualquier rincón de Madrid pero ninguno porque hubiera desaparecido de su biblioteca.

Aquella extraña experiencia volvió a cruzar por mis recuerdos ayer, rodeado de un frenesí y de una impostura que me hizo salir de las casillas. No tuve buena noche y hoy domingo ha sido uno de esos domingos que parecen que se diseñaron para borrar de tu existencia. Les confieso, no obstante, que esta mañana repasé una vez más los libros que tengo de la Rochelle en casa con cierto nerviosismo, esperando de repente encontrarme con aquel Gilles que les contaba. La verdad es que me relajé cuando mis ojos toparon solo con  El fuego fatuo y Diario de un hombre engañado, lo que no evitó sin embargo que me planteara una vez más la pregunta que intermitentemente me atormenta cada cierto tiempo: ¿Qué pasó con Gilles? ¿Dónde demonios fue a parar aquel libro?

En fin, ya lo dije, hoy es uno de esos domingos donde sólo tienes ganas de ponerte a llorar sin saber muy bien ¿por qué?

Saludos, a lo qué hacer, desde este lado del ordenador.

Escribe una respuesta