Explorando los territorios abisales de la imaginación

Hubo un tiempo en el que consumía tebeos como quien devora cotufas.

Tuve la suerte, además, de que Juan, quien nos cortaba la melena en aquel entonces y era un devoto seguidor de la historieta, nos regalase a mi hermano y a mí las revistas una vez que ya habían pasado de moda en su establecimiento porque sabía, o creo que supo saber, que una de las razones por las que nos prestábamos a que nos afeitara la cabezota era, precisamente, porque a principio de mes siempre nos entregaba una tonga de colorines.

A los iniciados se les pondrá la carne de gallina cuando les informe que aquellos comics se trataban de las ediciones Vértice, una de las primeras editoriales españolas que publicó en esta España tarumba historietas de Spiderman, Dare Devil (Dan Defensor en estas ediciones), La Patrulla X, Los cuatro fantásticos, Capitán América, Los Vengadores y Sargento Furia (mis preferidas) entre otros tantos súper héroes marvelianos.

Héroes, por otro lado, que proponían miradas radicalmente opuestas a los que combatían contra el mal con todas sus letras en la DC Comics, historietas que en aquel entonces circulaban en nuestro país bajo el sello editorial mejicano Novaro.

Por razones que todavía no termino de entender, mis relación con los tebeos ha sido algo así como de amor y odio. Tuve temporadas en la que leía cualquier cosa dibujada que cayera en mis manos, y otras en las que pasaba literalmente de lo que alguien llamó el cine para pobres: los colorines.

La propia definición de comics marcaba por aquel entonces las distancias entre los aficionados y los simples consumidores.

Para quien les escribe los comics antes de que fueran comics eran colorines. Para otros, sin embargo, se trataba de tebeos o de cuentos o de chistes.

Nunca me gustó llamarlo así, chistes, porque no hacía justicia a historias que para nada hacían reír, pero acabé por tolerar el nombre como he terminado por tolerar otras tantas cosas en lo que llevo de vida.

Ahora mismo no compro demasiados tebeos. Es más, apenas me hago con alguna de las numerosas novedades que aparecen en el mercado, aunque sí que es verdad que tengo tres autores que no suelen fallarme cuando los descubro en un kiosco o librería especializada. Ellos son Robert Crumb, Peter Bagge y Charles Burns.

Los tres son norteamericanos, y los tres se caracterizan por su peculiar, perversa y salvajemente divertida visión de las cosas.

Escribo todo esto porque acabo de leer Tóxico, de Burns.

A Burns siempre lo he considerado como una especie de David Lynch aunque con otro cacao (a mi juicio mucho más interesante que el del cineasta) en su cabeza.

Sus historietas, desde la imprescindible novela gráfica Agujero negro, son de las que me dejan sin respiración y con veinte mil preguntas de viaje submarino taladrando mi masa encefálica.

Los relatos de Burns son inquietantes, kafquianos, surreales, imposibles de explicar con palabras. Hay que leerlo y sobre todo degustarlo para entender a que me estoy refiriendo.

En Tóxico propone ahora una curiosa lectura de un personaje de tebeo que tiene medallas de leyenda: Tintín. Pero que no se confunda el lector, porque no es Tintín aunque sí sea una rocambolesca y críptica reflexión sobre el personaje creado por Hergé.

Así al menos lo materializa Burns en su historia, primer tomo de lo que promete será una serie que todo buen aficionado –aunque estemos navegando en tiempos de crisis– debería de adquirir para que llegue a la conclusión de que grande es el cómic.

Tan grande como el cine, como la pintura, la literatura y las demás artes con la que algunos de nosotros perdemos el poco tiempo que nos queda.

Es una pena, no obstante, el precio abusivo que los colorines desde que se convirtieron en respetables novelas gráficas alcanzan hoy en el mercado.

A veces me cuesta un riñón esquilmar mi ya de por sí esquilmada cuenta corriente para poder tener la oportunidad de leer álbumes que, como Tóxico, se han convertido en clásicos sin haber agotado aún su ciclo vital en la calle.

Pero en ocasiones como ésta merece la pena escarbar en el bolsillo y dedicar el dinero que tenía previsto para otra cosa en soma.

Ese soma que masticas en la cabeza y que si es bueno termina por alojarse en algún rincón de tu cerebro para despertar cuando crea necesario. Y con Burns me suele pasar.

Lo leo y quedo noqueado y al cabo de los años, como si de un extraño flash back se tratara, reaparece en mi memoria a modo de un salvavidas al cual aferrarme para aguantar las tonterías que me salpican a lo largo del día.

No sé si son aficionados a los colorines, los tebeos, los chistes, los cuentos o la novela gráfica, pero yo que ustedes no perdería la oportunidad de sumergirme en las siempre fascinantes propuestas que sugiere Burns con sus relatos en clave mutante, poblado de seres extraños.

En su viaje a los territorios abisales de la imaginación.

Y esto solo lo hace un artista.

Llámalo cómic, cine, pintura, literatura.

Saludos, releyendo también a Burroughs, desde este lado del ordenador.

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