‘El árbol de la vida’

Uno vuelve a reconciliarse con el actual cine norteamericano tras ver una película tan aparentemente sencilla y compleja como es El árbol de la vida.

Uno vuelve a reconciliarse también con los espectadores que acuden como ganado para perder el tiempo en una de esas monstruosas multisalas con aroma a refrescos y cotufas cuando nota que los mismos sentimientos que te están taladrando el cuerpo y el alma casi parecen los mismos que tiene el señor y la señora que tienes al lado.

Pero sobre todas las cosas uno se da cuenta que cuando una historia está bien contada y arropada por una poética carente de pretensiones  solo puede conmoverte porque lo que ves en pantalla es lo que sientes y has sentido.

Y comprendes, al menos durante esos momentos en lo que al salir del cine intentas ordenar las sensaciones que has recibido, que no estás solo. Y que tu aventura por este extraño sendero que es la vida te depara abrevaderos donde todavía puedes beber hasta saciarte de agua fresca con la que poder continuar hacia adelante.

Y agradeces, a un tipo que dicen es huraño y que rueda películas cuando le salen muy dentro y por lo tanto cada cierto tiempo, que esté ahí para mostrarte que el cine es algo más que cine.

Que el cine también puede aspirar a narrarte qué demonios puede ser el sentido de la vida a través de una familia que puede ser la tuya.

Y recuperas, cuando el viento caliente de la calle te azota la cara, las lágrimas que hacía tiempo habías perdido cuando te metes en una de esas salas monstruosas con aroma a cotufas y refrescos.

Y esto, a quien puede ahora leerme, es cine.

Saludos, atrevanse, desde este lado del ordenador.

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