… Joooder …

La exhibición de la película que este lunes, 28 de noviembre, acogerá el CICCA en la capital grancanaria a partir de las 19.30 horas me ha hecho retroceder en el tiempo y recordar –no sin cierta perturbación– la primera vez que vi el largometraje documental que la inquieta y cinéfila Asociación de Cine Vértigo prometer ofrecer a los espectadores.

Se trata de una cinta que el paso del tiempo ha hecho perversa pero que cuando se rodó y estrenó se caracterizó por su desarmante espíritu propagandístico de ecos wagnerianos cuyo poder de seducción continúa aún enfermizamente latente.

Me refiero a El triunfo de la voluntad, de la cineasta alemana Leni Riefenstahl. Una mujer que, guste o disguste, ha pasado a la historia del cine como una de las primeras y grandes cineastas de la historia del cine.

Una cineasta además obsesionada por llevar a la pantalla grande Terra baixa, del tinerfeño-catalán Ángel Guimerá, y cuyo rodaje se materializó entre 1941 y 1944, aunque su negativo acabó siendo secuestrado al final de la II Guerra Mundial. Tiefland se estrenó bastante tiempo después, concretamente en Stuttgart el 11 de septiembre de 1954.

La primera vez que vi El triunfo de la voluntad fue en el Cine Doré, sede de la Filmoteca Española, en Madrid, y tuvo que ser a principios de los años noventa del siglo XX si la memoria no me falla.

Veo en mi cabeza a un grupo de espectadores sentarse en el patio de butacas, la mayoría  escondiendo la cabeza, como si no quisieran que nadie los reconociera.

Imagino pues un  ambiente con cierta sordidez, en el que se respira la sensación de asistir a una sesión prohibida.

Tabú, más en unos años en los que si rebobino recuerdo como tensos y peligrosos porque estaban marcados por una radicalidad ciega que no entendía de treguas.

Así que quiero imaginar carraspeos voluntarios e involuntarios cuando las luces de la sala permanecen aún encendidas. También esa mirada perdida que uno fija en la pantalla en blanco mientras espera que la inunden las imágenes con la idea de que esas mismas imágenes lo transporten a otro tiempo y a otro lugar con el deseo que lo que vea borre –o al menos dé descanso– a la tormenta de pequeños y grandes problemas cotidianos con los que habitualmente estropea su itinerario vital.

Confieso, fiscales, que fui a ver El triunfo de la voluntad porque un buen amigo se empeñó en que fuéramos a ver El triunfo de la voluntad. Intenté salirme por peteneras para no ir.

Tengan en cuenta que en aquel tiempo, y probablemente hoy, eso de meterme a ver una película documental y en blanco y negro de 1934 era para mi sinónimo de coñazo.

Por mucha leyenda que arrastrara la tal Riefenstahl. Una señora a la que solo conocía porque, como decían los Jorge Javier Vázquez de aquellos tiempos, un enano con bigotito capaz de idiotizar a una de las naciones más serias y por lo tanto idiotas del planeta  quiso metérsela en su cama.

No sé si será verdad, aunque la propia Leni cuenta algo de eso en su autobiografía. También el acoso del doctor Goebbels, un sátiro cojo. O un pata de chicle como dicen en mi barrio.

El caso es que se apagan las luces del Doré.

Y que nos quedamos a oscuras.

Y que de repente se enciende la pantalla con el enano en un avión que desciende como si de un héroe wagneriano se tratara a la ciudad de Núremberg para asistir al Congreso del Partido Nazi.

Estamos en 1934.

Casi doce años después, en esa misma ciudad arrasada por las bombas, se celebrarían los famosísimos procesos que condenaron a muerte a los mismos protagonistas de la película de Leni.

Solo que en 1934 nadie de los que están subidos a la tribuna ni los que están debajo levantando el brazo pensaban que una catástrofe de esas dimensiones era capaz de venírselas encima.

La película muestra el recibimiento que le hace la ciudad al enano con bigotito y sigue el itinerario del lujoso Merceces Benz que lo transporta mientras hombres, mujeres, niños y niñas enloquecidos, le arrojan ramos de flores.

El enano saluda brazo en alto. Con una sonrisa en los labios.

No hay voz en off.

La película pasa entonces al mitin.

Gigantescas banderas con la cruz gamada adornan la tribuna.

Masas perfectamente ordenadas esperan la aparición del enano.

Discursean previamente una caterva de tipos ridículos vestidos de uniforme.

Es de noche.

Los focos iluminan donde están los jefecillos ridículos de uniforme.

Se hace el silencio.

El enano cruza una larga y estrecha avenida. Uno intuye como la masa contiene el aliento.

El enano sube a la tribuna y contempla con mirada emocionada y paternal a la masa ordenada. Comienza su discurso.

El micrófono parece, como en la película de Chaplin, acojonarse ante la oratoria del hombre con bigotito.

La masa se enardece.

Levanta los brazos.

Grita enloquecida.

Ende.

Y antes de que se enciendan las luces escucho tres, cuatro aplausos.

Salimos del Doré.

Apenas puedo mirar a mi amigo.

No nos atrevemos a preguntar: ¿Qué te ha parecido?

- ¿Nos tomamos unas cañas?- digo por salir del estupor.

En el bar no hablamos.

Es probable que la cerveza nos sepa amarga, así que eructamos en silencio.

- Joooder.- digo.

- Joooder.- responde el amigo.

 Saludos, joooder, desde este lado del ordenador.

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