Santa Cruz de Tenerife, día de un año…

Las librerías continúan siendo espacios donde poder perder el tiempo y, últimamente, escandalizarnos por el precio prohibitivo de los libros.

Repaso las novedades, ojeo por encima cualquier ejemplar que me resulte atractivo y, tras observar su precio en esos detectores electrónicos que han sustituido –imagino que por economía–  a la clásica pegatina que en el pasado ejercía la misma función en la contraportada, volver a dejarlo discretamente en el estante o sobre la mesa para continuación salir con las manos vacías mientras atravieso una puerta vigilada por el detector que algunas librerías han instalado en esta ciudad en la que habito como si me invitaran a pensar que todo el mundo no es inocente hasta que alguien o algo –en este caso el temible detector–  así lo compruebe.

Afortunadamente, quedan librerías en este territorio cada día un poco más pobre donde aún no han tenido la molestia de colocar uno de estos arcos y en los que el librero más que vigilar, se sienta cómodamente con un libro entre las manos mientras los lectores afortunados y frustrados paseamos por sus instalaciones como quien pasea por el parque.

Es decir, mirando libros como si se miraran árboles y flores; y encontrándose, rara vez, la verdad sea dicha, con algún que otro conocido con el que compartir la misma afición por los libros.

La semana pasada, alguien a quien respeto y por lo tanto estimo, me preguntó de dónde sacaba el tiempo para leer tanto. No recuerdo exactamente qué le contesté, aunque creo recordar que algo así como que ahora disfruto de demasiado tiempo libre como para volverme loco. Y que lo único que me calma la locura es, precisamente, leer libros.

Admito, de todas formas, que últimamente se me hace más cuesta arriba terminarlos… Quizá porque tengo la mala costumbre de simultanear la lectura de varios a las vez, títulos que por otra parte apenas me dicen nada salvo la de entretener mi desocupada cabeza triturando esas ideas que nos asaltan a todos cuando negras tormentas nos impiden ver… Pero, como escribía, me permiten escapar, dar como las últimas boqueadas del pez que ha sido pescado y da saltos en tierra antes de morir por asfixia o por un golpe en la cabeza. Un golpe duro y terrible. De esos que agradeces porque pone fin a una existencia sin que tengas tiempo de percatarte de la sombra ominosa que se avecinaba.

Zas y se acabó.

Fundido a negro.

El caso es que me encuentro el sábado por la mañana con un viejo y apreciado conocido en una de esas librerías que afortunadamente todavía quedan en la capital tinerfeña sin detectores contra cacos, y nos ponemos a hablar de libros. A recomendarnos novelas policíacas e históricas, e historietas y a revelarnos también los próximos títulos que un día de estos se distribuirán por el mercado.

Mi amigo me cuenta que ha descubierto al escritor uruguayo afincado en Cuba, Daniel Chavarría, a quien entrevisté en la noche de los tiempos. También, que uno de los últimos trabajo del escritor hispano-mejicano, Paco Ignacio Taibo II, El Álamo, se trata de una historia en la que su autor desmota el aura de leyenda que aún rodea a esta vieja misión española situada en San Antonio de Béjar, enclave al parecer fundado por canarios y que durante seis días los secesionistas tejanos defendieron antes de caer en manos de las tropas mejicanas.

Huelga decir que quien les escribe ama El Álamo (1960), la película de John Wayne.

Huelga decir que quien les escribe detesta El Álamo (2004), la película de John Lee Hancock.

El librero que hasta ese momento permanecía con la vista fija en un libro nos anuncia, adivinando por los derroteros que estamos llevando en nuestra entusiástica charla de novedades, que Phillip Kerr ha publicado en Gran Bretaña la última entrega de la serie Bernie Gunther, Prague Fatale, donde su protagonista se tropieza con el siniestro Reinhard Heydrich, personaje que monopoliza esa curiosa novela y ensayo que es HHhH, de Laurent Binet.

Continuamos hablando. Hablando de libros sin profundo calado intelectual, de libros que nacieron para ser sencillamente devorados por sus lectores. Puestas así las cosas resulta inevitable que mencione a Bernard Cornwell y el primer libro que abre la teatralogía que el creador de Richard Sharpe, dedica a Nathaniel Starbuck en plena Guerra de Secesión con el título de Rebelde; y de las aventuras que el escritor Saul David está dedicando a Hart, y que se desarrollan en los tiempos en los que La India seguía siendo la joya de la corona del imperio británico.

No, no he leído aún a David.- respondo.- ¿Recuerda a Harry Flashman de George McDonald Fraser?

Por lo que me cuenta mi amigo no.

No porque las historias de Hart no están escritas ni con la guasa ni las ganas de desmitificar de Fraser.

Mencionamos a Caleb Carr, Simon Scarrow y también a los españoles Arturo Pérez Reverte, José Luis Corral e Ignacio del Valle. No he leído nada de Reverte salvo sus en ocasiones interesantes artículos en prensa, pero me llama El asedio porque la acción se desarrolla en Cádiz y Cádiz es una capital de provincias con la que guardo una enternecedora devoción por vínculos familiares.

No sé cuanto tiempo llevamos charlando. Pero toca despedirse.

Salgo a la calle, la luz el sol me da su primer mordisco y enfilo a la mansión. Y mientras avanzo un paso y otro, recuerdo a un amigo que ya no está entre nosotros que sentía devoción por Tintín y las aventuras de mar y de guerra firmadas por Patrick O’Brian.

Me detengo a la altura de la plaza de La Paz.

Y hago un gesto con la mano que parece sacado de un viejo ritual masónico.

“Va por usted”.- digo cruzando la calle.

Saludos, recibo una llamada perdida, desde este lado del ordenador.

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