El show debe, aún tiene, que continuar…

Loado sea Achamán…

El miércoles pasado recorro las calles de una ciudad de provincias mojada por la lluvia invernal que amaneció ese  mismo día con un cielo azul que castigaba hasta la vista. Por hermoso. Por impoluto. Porque estaba lavado, pensé, con jabón.

Miércoles noche. Salgo de la presentación de la novela El corsario de Lanzarote, de Francisco Estupiñán, título por el que obtuvo el premio Benito Pérez Armas 2011. Antes de entrar en el acto me encuentro con el escritor Jesús Castellano que a mi cada día me parece más a un personaje salido de una película de John Huston. Un superviviente de Fat City.

Lean, puñetas, su blog, para darse cuenta de lo que escribo…

Me invita Jesús a que me tome algo.

Un vaso de agua con gas, sugiere.

Y le hago caso, ya que me tomo una caña de agua de bolitas antes de entrar en la sede central de CajaCanarias/La Caixa.

Toca presentar la intensa novela de Estupiñán, con quien procuro mantener un diálogo abierto en una sala con buena presencia de público. Detesto cordialmente las presentaciones literarias donde solo se habla y habla, y se gruñe y gruñe, con un impudoroso placer onanista que lo único que regala es que la audiencia se duerma. O cierre plácidamente los ojos.

Más en unos tiempos donde el cóctel ha pasado a la historia porque hay que apretarse el cinturón. Cosas de la crisis.

Puta crisis.  

Descubro, no obstante, a arguien con los ojos cerrados entre el público mientras conversamos pero hay que perdonárselo porque este personaje sí que parece salido de una película mejicana de aquellas que se conocían como jaliscazos. Lo mejor pues es que ese individuo de bigotes y barriga generosa descanse y sueñe que canta corridos y come  enchiladas.

Javier Hernández Velázquez –que este viernes, 23 de noviembre presentó en la MAC su última novela, El sueño de Goslar– me acompaña hasta casa y mientras atravesamos las solitarias calles de una capital de provincias que tiene un alcalde hobbit no por corazón sino por estatura, hablamos y hablamos sobre esas cosas tan intrascendenteles pero que tanto nos gustan como son los libros y el cine.

- Todo lo que hizo Paul Newman es bueno.- exclamo.

Y Javier, que es como un justiciero pero de provincias, asiente con la cabeza como quien dice ”nadie se atreva a llevarme la contraria.”

Porque, efectivamente, coincide conmigo en que nada de lo que hizo Newman fue malo.

Cuando frena el coche para que me baje, pienso que solo hace falta calarme el sombrero a lo Manolo Escobar para enfrentarme a la humedad que espera afuera.

Una humedad que no provoca ni frío ni calor, sino una empalagosa sensación de sentirte antes de tiempo un zombi.

Pero no llevo sombrero. Así que me lo calo en sentido figurado.

En casa me esperan las cucarachas, el bonsái y un sándwich de jamón y queso.

Veo en la tele la segunda temporada de la serie Boss con la boca abierta cuando la imagen se me pone tonta en el cuarto episodio.

Murmuro un no, no, no como lo podría murmurar cualquier cuatrero sentenciado por Sentencia (Lee Van Cleef, of course) cuando me doy cuenta que el disco que contiene Boss ha quedado game over.

Afortunadamente, tengo el dvd prestado de El dictador, la última gamberrada de ese bufón aún con suerte que es Sacha Baron Cohen.

Suelto la risa. Y a veces incluso la carcajada cuando la veo.

El discurso que pronuncia su estrafalario dictador es tan clarificador como el que soltó Charles Chaplin en El gran dictador. Solo que su percepción de esto que llamamos democracia es, con respecto al filme de Chaplin, como las dos caras de una misma y envenenada moneda.

Barak Obama no es Franklin D. Roosevelt.

Y Roosevelt, por supuesto, no es Obama.

El nuevo dictador de Cohen no deja de ser una reinterpretación provocadora de aquel filme de Chaplin que tanto tiempo tardamos en ver en las Expañas. Solo que el mensaje del judío Cohen da palos de ciego.

Tantos palos de ciego que al final se lía porque es un engreído bufón, más que payaso, de este mundo de engañosas apariencias en el que vivimos.

Pero escribo estas cosas porque son días en los que solo he visto películas de Robert Aldrich y Richard Brooks.

Así que en la rambla, antes de bajar a la presentación de la novela de Francisco Estipiñán me topo con un fantasma que una vez quiso ser Ella

Me tropiezo con Dulce Xerach Pérez y pienso de manera automática que es una especie de Morticia Adams pero sin la clase ni el encanto de Carolyn Jones.

Lleva la cara lavada con jabón y no creo que nadie discuta que sin ser Carolyn Jones, al menos parecía más Dulcinea que la actual consejera de Cultura, Inés Rojas.

Ella por lo menos hacía que luchaba contra molinos de viento en la época de las vacas gordas. 

Todo apariencia. Vale, pero es que ni con el escudero de Inés Rojas en los asuntos de la cultura, Alberto Delgado, ya nada tiene el color de antaño… Ayyy, cuanta verdad hay en que la nostalgia es un error.

En el acto de presentación estrecho manos de amigos, conocidos y desconocidos.

Unos me recuerdan a personajes salidos de una película italiana de los años cincuenta. Otros a personajes de Berlanga e incluso de Ingmar Bergman. Ninguno de ellos, sin embargo, a los que muestra ese entusiasta, y todavía tontorronamente adolescente y tan poco pegado a la realidad, que algunos conocen (no reconocen) como cine canario.

En la televisión mientras tanto no dejan de exhibir un vídeo clip en el que Pepe Benavente junto a aquellos que se hicieron famosos en esta región desestructurada cantando al higo pico flower hacen ahora chanson con la chuletada… Que es una manera que tenemos en esta comunidad autónoma pegada a África de irnos al campo para asar chuletas y beber mucho tintorro.

Pero es justo en ese momento, cuando la pantalla del televisor la ocupan estas hormigas canariensis tan parecidas a las hormigas catalaniensis,  cuando hecho de menos los dibujos animados de la Warner Bros que alimentaron y contribuyeron a forjar mi carácter en esa ya lejana niñez y adolescencia.

Es decir, noto en falta el individualismo nihilista de Bugs Bunny.

Y la tozudez del perdedor nato: pato Lucas, el gato Silvestre y el Coyote.

También la alegre ingenuidad del gallo Claudio y la obstinación por el fracaso de Elmer.

Y cómo no, a ese cerdito que como Scheherezade quiere escapar a su destino (que lo conviertan en chuletas) que encarna Porky.

De ahí, lo supe siempre, su tartamudeo antes de tiempo de:  ¡Es-es-esto to-to-do amigos!

En El Puntero, un bar de referencia en esta capital de pronvincias en la que nací y vivo, esta misma noche tomo unas cervezas con el hustoniano Jesús Castellano y con Ramón Herar (consulten su blog, por Dios) que a mí me parece, en este día de apariencias traicioneras, a un personaje salido de una película de nouvelle vague.

Hablamos de literatura, historia de Canarias, asesinos en serie y prostitución. Que es casi lo mismo.

En la plaza de Candelaria hay –no suena, sospecho– un concierto de los 40 Principales. En La Laguna, ¿la noche en blanco?

Blanco me quedo cuando subo a casa con paso marcial mientras silbo la marcha del Coronel Bogey.

Me siento Porky, el camaleónico Peter Sellers, el camarero borracho de El Guateque, Jimmy Stewart en Qué bello es vivir, John Wayne en Centauros del desierto, Burgess Meredith en Rocky, Michael Caine en El hombre que pudo reinar, Max von Sydow en El séptimo sello, Cassen en Plácido… También un miembro de la orquesta del Titanic. 

Y es que el show debe, aún tiene, que continuar…

Saludos, obladi, oblada, desde este lado del ordenador.

One Response to “El show debe, aún tiene, que continuar…”

  1. Lola Says:

    debería de escribir post tan locos como este. Anímese!

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