Lincoln frente a Django

Coincide en las carteleras el estreno de dos películas que, curiosamente, giran en torno a la esclavitud. Aunque la visión que ofrecen ambos filmes –dirigidos por Steven Spielberg y Quentin Tarantino– son radicalmente diferentes.

Lincoln es la visión serena y reflexiva sobre el decimosexto presidente de los Estados Unidos, un hombre y un político con el que se mimetiza Daniel Day-Lewis, camaleónico actor que forma ya parte de esa amplia galería de ilustrados intérpretes del cine norteamericano que han encarnado a quien todavía sigue siendo una leyenda no solo en su país, sino más allá de sus fronteras.

El filme de Spielberg, que considero uno de los mejores trabajos de su carrera tras la estupenda Munich y la muy olvidable Caballo de batalla, es con todas sus irregularidades un extraordinario retrato político sobre unos tiempos y sobre un hombre que tuvo la difícil tarea de mantener con sangre y fuego la unidad de una nación mientras procura dar luz a las numerosas sombras que oscurece –por el peso del mito– su formidable liderazgo.

Se trata pues por humanizar a un hombre que asumió decisiones que aún plantean controversias, pero sobre todo la indagar en la batalla política –mientras los ejércitos del sur y del norte se desangran en los campos de batalla– que lideró en favor de la promoción de la Decimotercera Enmienda, a través de la cual se abolió y prohibió la esclavitud en los Estados Unidos.

El filme de Spielberg muestra, paralelamente, la vida privada del presidente. Sus difíciles relaciones con su mujer, Mary Todd, así como con sus dos hijos. Aunque como película se crece, a mi juicio, cuando transporta al espectador a través de las cloacas del poder. Revelando el uso de la corrupción como arma política para conseguir un objetivo que, como le indica el general U. S. Grant (Jared Harris) al mismo Lincoln, le ha hecho envejecer diez años.

El Lincoln de Spielberg es pues el retrato de un hombre que intenta hacer equilibrio en la balanza de la Historia. Un político que, asumiendo responsabilidades que ningún presidente había tenido hasta ese entonces, dirigió un país con mano de hierro hasta el fin de la guerra. Todo sea con el fin de resolver un conflicto –la división de once Estados– en aras de que, como proclamó en ese todavía vibrante discurso de Gettysburgh, “esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra.”

Si el Lincoln de Spielberg propone una mirada histórica sobre la esclavitud, el Django desencadenado de Quentin Tarantino es una sublimación ciertamente pueril sobre lo afroamericano pero disfrazado –dicen– de spaghetti western.

Django desencadenado reinterpreta así un filme que ya es referente en este subgénero cocinado en los sesenta y setenta en Europa, Django (Sergio Corbucci, 1966), pero no convence, ni emociona ni sorprende como otros trabajos de este confeso amante del cine de alquiler.

Django desencadenado comienza dos años antes del estallido de la Guerra de Secesión y como en Malditos bastardos, al margen de su ubicación histórica, es un relato de y sobre venganza.

Si en Malditos bastardos el cineasta cambiaba el curso de la historia para que los judíos ejecutaran al mismo Adolf Hitler y sus secuaces en un elegante cine de París; en Django desencadenado propone que sea un negro, más que los negros, adoctrinado por un caza recompensas europeo (magnífico Cristhop Waltz, de lo mejor junto a Leonardo DiCaprio en esta cinta errática, sin rumbo), quien se yerga en castigador de los responsables de tantos siglos de ignominia explotadora.

Django desencadenado es, en este sentido, la película más irregular en la filmografía de Tarantino. Un título en el que las notables influencias cinematográficas de su director no casan con la misma facilidad como sí lo hicieron en otras de sus películas como, por ejemplo, Kill Bill.

Es probable, de todas formas, que quien ahora les escribe quisiera ver más una reinterpretación cafre de Mandingo (Richard Fleischer, 1975) que del Django original, título del que apenas coge algún que otro elemento como el nombre del esclavo que interpreta Jamie Foxx o ese grupo de enmascarados que lidera un irreconocible Don Johnson, y con los que el director propone una humorística parodia de la cabalgata de jinetes del Ku Klux Klan de El nacimiento de una nación (David W. Griffith, 1915).

Entre otros lastres de Django desencadenado se encuentra, además, su excesivo metraje. Metraje que incluye una media hora final prescindible y en la que el cineasta bordea sin mucha fortuna y peligrosamente esa línea invisible que es el ridículo. Y ello siendo consciente que el ridículo es uno de los motores que alimenta el cine de un director, Quentin Tarantino, que no da en esta ocasión en la diana.

No, en su presuntamente provocadora Django desencadenado apenas encuentro destellos de su peculiar mirada alucinada y gamberra. De su radical reinterpretación de géneros, de su cinefilía de todo a cien, aunque haga sangre con el mito de Tío Tom con un personaje que interpreta Samuel L. Jackson.

Saludos, ¡Union forever!, desde este lado del ordenador.

2 Responses to “Lincoln frente a Django”

  1. lester freamon Says:

    Pues Lincoln me dejó bastante frío. Como que no termina haciendo sangre con ningún asunto. Muy lineal. Sin pasión.

  2. admin Says:

    Cuestión de apreciaciones, Lester. A mi me parece de lo mejor del señor Spielberg en muchos años.

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