Solo para iniciados: Clark Asthom Smith

El pasado 13 de enero un grupo de encapuchados repartidos por diferentes geografías realizamos extraños rituales y ofrendas en terrenos montañosos semiocultos por la niebla. Cantábamos oraciones en una lengua que me está prohibida reproducir. Luego, alzando los brazos al cielo, muchos conseguimos visualizar una Puerta en el espacio y allí, desde el umbral, contemplar las maravillas de extraños continentes hoy perdidos en la memoria de la humanidad.

Sus nombres: Zothique e Hyperborea.

Los más atrevidos de esta Hermandad, que se propaga todos los años con la misma velocidad de la luz, incluso se atrevieron a cruzar la Puerta para desaparecer para siempre de este universo conocido.

Todos ellos se difuminaron en la eternidad acompañados del canto desentonado de los que aún, como iniciados, se nos está negado realizar. Pero estas cosas pasan al pertenecer a una Orden que los desaprensivos, por puro desconocimiento, desprecia porque sin ser secreta, tiene inquebrantable compromiso con la discreción que muchos no entienden.

¿Por qué celebramos este ritual un 13 de enero de 2013?

La razón es sencilla. Conmemorábamos el 120 aniversario del nacimiento de uno de los maestros fundadores del círculo: Clark Asthom Smith.

Desgraciadamente lo que cuento no fue exactamente así, aunque estoy seguro que al escritor norteamericano le hubiera encantado esa muestra arrebatadora de locura fan nacida y abrigada en mi más tierna adolescencia como lector de fantasías pulp.

Un género, el de la fantasía pulp, que pese a que ya no forme parte de mis lecturas sí que consumió parte de mi existencia en unos años que se conocen como la edad del pavo. O ese período inevitable de la vida en la que permaneces en tierra de nadie. A medio camino entre la niñez y la juventud.

Clark Asthom Smith forma junto a Robert E. Howard y Howard Philip Lovecraft el triángulo equilátero de lo que muchos aficionados denominan como Círculo Lovecraft. Un círculo que empapó de arcanos conocimientos a sus miembros, y que estuvo plagado de libros oscuros que, como El Necronomicon, escrito presuntamente por el árabe loco Abdul Alzahred, servía como guía para despertar a todos esos dioses que habitaron el planeta antes del nacimiento del hombre.

Las obras de Clark Asthom Smith, como otros miembros del Círculo, han sido relativamente bien publicadas en España, aunque hay dos obras de referencia –Zothique e Hyperborea– para quien les escribe, aparecidas en los ochenta en Edaf, que me entregaron a su causa pese a que fuera el poeta de aquel movimiento que revolucionó desde dentro y desde fuera la literatura fantástica.

La vida de Asthom Smith estuvo marcada por la miseria. Casi no salió de la pequeña localidad de Asburn, California, y sin apenas estudios secundarios, cuenta la leyenda que el amplio vocabulario que manejó a lo largo de su vida se debe a la decisión de leerse al completo todos los volúmenes de la Enciclopaedia Británica de su tiempo.

Como el mismo Lovecraft, como el mismo Howard, es más que probable que se pusiera a escribir sobre otros mundos, sobre otras realidades para huir de su penosa existencia. Y al igual que Lovecraft, que Robert E. Howard y otros tantos, tuviera la suerte de nacer en un momento en el que en su país vivía el fenómeno de las revistas literarias baratas. Publicaciones que se especializaron en toda clase de géneros.

Clark Asthom Smith, como H. P. Lovecraft, como Howard, encontró en una de ellas, la hoy legendaria Weird Tales, un espacio donde dar rienda suelta a una imaginación que solo puedo calificar de desbordante. Tremenda, que fue un paso más allá de las aventuras fantásticas iniciadas por Edgar Rice Burroughs y otros adelantados de unos tiempos curiosamente tan semejantes a los que vivimos.

Nadie pone en duda que Clark Asthom Smith fue un niño prodigio, un adelantado al que las circunstancias constriñeron por su resignada indigencia.

Gran parte de ello se vislumbra en la mayoría de los relatos que dejó escrito a lo largo de su vida. Una vida de solitario, escondida, casi huraña que materializó primero en su producción literaria bajo el signo de la poesía y más tarde en el relato corto. Relatos que malvendía a Weird Tales, entre otras revistas baratas.

Asthom Smith mantuvo durante quince años una larga e intensa correspondencia con el mentor de todo aquel movimiento, Lovecraft. Imagino así como se cruzaban sus correos de costa a costa y de cómo esperaban ambos leer con emoción las reflexiones que uno y otro se decían.

Nunca llegaron a conocerse, sin embargo, en persona. Pero quizá esto robusteciera una relación en la que uno y otro se reveló tantas cosas. Esas cosas que, probablemente, nunca se habrían atrevido a decirse mirándose a los ojos.

Muchos de los relatos de Smith forman así parte de Los mitos de Cthulhu, un feliz invento creado por uno de los iniciados lovecraftianos, August Derleth, a raíz de la muerte de H.P.L en marzo de 1937.

Aunque Asthom Smith, como Robert E. Howard, fue más allá del horror cósmico para recrear excelentes y poéticos relatos de fantasía épica, muchos de los cuales se reunieron en español en las dos compilaciones citadas por Edaf y, más tarde, en otras cuidadas y lujosas ediciones que, sin embargo, cometieron la blasfemia de estropear el espíritu de unos libros que, más allá de las Puertas que abren, no merecían entrar en el club de los exquisitos porque los miembros del círculo más que exquisitos fueron artesanos de la literatura como vehículo de evasión sin complejos.

Con todo, y de los tres mosqueteros de Weird Tales como llegó a definirlos el especialista Sprague de Camp, a mi Clark Asthom Smith me resultó siempre el más barroco y rebuscado del triángulo, aunque tiene historias deliciosas, de una tremenda imaginación que invito a que encuentren en las numerosas antologías en las que se reúne su trabajo.

La temprana muerte de Robert E. Howard en 1936 y un año después de Howard Phillip Lovecraft sumieron en una profunda depresión al escritor, quien fue abandonando paulatinamente su carrera literaria para abrazar la de la pintura, la escultura y la poesía, predominando en todas ellas un amor hacia lo grotesco, hacia lo desesperado que terminaría abruptamente un 14 de agosto de 1961.

Día en el que, cuenta la leyenda, por fin cruzó el umbral hacia aquellos territorios donde habitan dioses con nombre impronunciable.

Quiero por eso imaginar ahora que la noche del pasado 13 de enero me quedé en casa mirando el techo.

Y que en un rapto de delirio vi como en ese mismo techo se abría una espiral que parecía invitarme a que me levantara del colchón y, abriendo los brazos, me sumergiera dentro de ella.

Pero fui incapaz de entregarme, de dejar que me absorbiera.

Ya no tengo quince años, pensé.

No, ya no tengo quince años.

Saludos, solo para iniciados, desde este lado del ordenador.

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