El centro del gran desconocido, una novela de Eduardo Delgado Montelongo

Ni rastro de la chica sin nombre, despreocupada y apacible, tan segura de sí misma. Ni rastro del Facebook ni del minimal, ni de joisticks con mi sexo. Ahora estaba nerviosa, como tratando una causa trágica, nada de juegos, algo que tuviera consecuencias irreversibles. Parecía excusarse o querer excusar a alguien. O culpar a alguien. O todo junto, un solo razonamiento, una trama complicada entre susurros con multitud de culpables y víctimas. El señor del pasamontaña la escuchaba con los brazos en jarra. Solo de vez en cuando hacía alguna pregunta. No repararon en mi presencia durante un buen rato. Me pareció escucharles decir en inglés, Está solo, Sí sí, está solo.”

(El centro del gran desconocido, Eduardo Delgado Montelongo, colección G21: Narrativa Canaria Actual, ediciones Aguere/Idea)

Solo he leído dos libros del escritor tinerfeño Eduardo Delgado Montelongo, títulos que pese a sus notables diferencias en cuanto a forma e intenciones, sí que tienen algo en común: el viaje.

Si en Cuaderno afortunado proponía una curiosa reinterpretación de El camino de Jack Kerouac por las siete islas que conforman el archipiélago canario en busca de lo que podríamos denominar como señas de identidad con el territorio y las gentes que lo habitan; en El centro del gran desconocido (colección G21: Narrativa Canaria Actual) cambia el paisaje y el rumbo de su exploración sin renunciar a esa curiosa, y en ocasiones psicoanalítica obsesión, por explorar el fondo de las cosas con un protagonista, algo así como un detective privado, que vive aventuras exteriores e interiores en la ciudad de Budapest y, tagencialmente, Praga.

Llama la atención además que, pese a tratarse de un libro ligero en páginas, apenas llega a las setenta, El centro del gran desconocido resulte a ratos tan inquietamente desordenado quizá porque he querido entender este relato como un peculiar Viaje al fin de la noche, obra canónica de ese escritor maldito pero imitado hasta la saciedad como es Louis-Ferdinand Céline, para contar una historia que pese a su aparente miedo a enfrentarse a la realidad, no deja de registrar el peso de esa misma realidad que, desafortunadamente, a la mayoría de los ciudadanos del mundo nos afecta como es el momento actual que estamos atravesando. Un momento que drena valores en favor de un cíclope conocido como crisis.

La crisis es así un elemento que planea como un espectro a lo largo de esta pequeña novela que sugiere numerosas intenciones, pero hay también otros factores que determinan, a mi juicio, la lectura de un título que no sé si voluntaria o involuntariamente quiere resultar provocador en unos tiempos donde la mayor provocación es la ausencia de dinero en nuestros bolsillos.

El tronco que sostiene el argumento de El centro del gran desconocido es relativamente sencillo: un tipo recibe el encargo de buscar a una legendaria actriz de cine pornográfico que debe de encontrarse en algún lugar de la capital de Hungría. Sin embargo, y antes de que el personaje se transforme en investigador privado, se lo retrata como un joven  cansado de enviar ridiculum por currículum, mientras reflexiona con su amigo Rafa y en clave muy naïf –¿la sombra de William Burroughs es alargada?– en torno a un espacio que llaman la Intratierra.

El bullicio era tremendo pero Rafa se lanzó a gritar más que nadie para contarme sus pesquisas. La Tierra era hueca, al parecer. La Tierra era tan hueca como una pelota sin cámara de aire. Ni más ni menos. Existían dos aberturas en ambos polos, norte y sur, y esas aberturas comunicaban ambas Tierras, la Intratierra y la Extratierra. ¿Por qué no se veían esos huecos en los polos?, porque los tapaban. ¿Quiénes los tapaban?, ciertas empresas, gobiernos, americanos poderosos, en fin.”

Al margen de estas disquisición atropellada, El centro del gran desconocido coge sustancia con el inicio de la investigación que emprende su protagonista una vez llega a la ciudad que divide el Danubio, aunque solo se trata de una excusa para explorar en su caótica mente, ya que termina confundiendo realidad con ficción mientras descubre el rostro del mal, así se lo describe, cuando se topa con un británico encapuchado con un pasamontaña que podría ser una representación del sistema ultraliberal al que nos están empujando, así como con otros personajes más o menos excéntricos que evocan cierto espíritu kafkiano en un universo donde el sexo más que el amor es una batalla entre opuestos.

En este aspecto, El centro del gran desconocido no deja de resultar un libro con miga aunque se aprecie a la mitad del texto que carece de brújula para llegar a destino.

De ahí, ese al menos ha sido mi caso, la decepción leve, pero decepción al fin y al cabo, que me ha quedado en la boca del estomago al terminarlo.

Es probable, en todo caso, que como lector demandara mayor profundidad y claridad en sus objetivos. Eso explica que el relato me sepa a que está escrito de una sentada, guiado por impulsos, en ocasiones tan fatales como el de la improvisación, una característica, la de improvisar que definió el estilo de la Beat Generation y en la que el ya citado Jack Kerouac fue uno de sus más sobrevalorados maestros.

Y esta técnica es lo que deja la sensación de que su autor apenas intuía ante  lo que se estaba enfrentando cuando redactó El centro del gran desconocido, por lo que desactiva muchas de las reflexiones que propone a través de un personaje que, cual Don Quijote de la Mancha, cree haber descubierto en esa actriz porno de nombre Katia Kaninsky a su Dulcinea.

Pese a sus desajustes, quiero pensar que intencionados pero que a mi no han terminado de desconcertame como supongo se preveía, El centro del gran desconocido tiene momentos de literatura y coincide en planteamientos con otras historias escritas por compañeros de generación más preocupados por visualizar el vacío que caracteriza a sus protagonistas. Para ello se recurre a lo que algunos necios llaman como novela experimental.

Entiendo que Eduardo Delgado Montelongo es un escritor con todas sus letras pero también que es un escritor que debe de encontrar su universo y articularlo a través de palabras. En el centro del gran desconocido noto en falta así, reitero, una dirección y menos senderos por lo que transita su personaje porque terminan en callejones sin salida.

Palpita de todas formas dentro de esta pequeña novela una agradecida e insólita rabia que su autor camufla con cierta ironía, por lo que es el relato de un solitario que abandona La Ciudad en busca de algo aprensible que, paradójicamente, encuentra a su regreso a La Ciudad cuando su hermana le comunica una feliz noticia.

No hay circularidad en esta historia, o al menos no la he encontrado, pero sí que contiene situaciones, fragmentos que animan a seguir leyendo un relato en el que hay nervio e ímpetu, y un lirismo que da cierta consistencia a una novela o un experimento de novela que posiciona este trabajo junto al de otros escritores de similar y agradecido extremismo; y que han hecho causa común con un nihilismo narrativo como vehículo a través del cual transmitir su falta de fe en el futuro.

Con todos sus defectos, con todo su ánimo provocador, El centro del gran desconocido cumple su cometido: no dejará indiferente a nadie.

Ésta y no otra, es la clave de una novela en la que en ocasiones –solo en ocasiones– asoman lo que prometía iba a ser sus colmillos.

Saludos, ceñudos, desde este lado del ordenador.

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