El puto oficio de escribir

Francis Scott Fitgerald dijo en cierta ocasión que sus mejores ideas procedían de otros. Cogidas al vuelo en torno, tiendo a pensar, de una mesa abarrotada de ginebra de estraperlo. Me imagino así al escritor cuyo talento era como polvo en las alas de una mariposa, según Hemingway, beodo a las tantas de la mañana y eructando alcohol, anotando con letra ebria en un cuaderno una frase, un relato entrecortado, de uno de sus compañeros de juerga en aquellos años locos que jamás volverán.

Escribo todo esto porque en los últimos tiempos y cuando hablo con gente que se dedica a escribir la mayoría insiste en la disciplina con la que organiza su trabajo.

Unos afirman que se levantan a las cinco de la mañana, que se ponen a teclear en el ordenador, se detienen para desayunar, darse un paseo por la ciudad que muere en soledad y volver a casa para comenzar de nuevo antes de irse –los que pueden– al verdadero trabajo que les da de comer.

Pasan así lo días, las semanas, los meses e inclusos los años robándoles horas al sueño, a momentos de ocio, a aguantar con estoicismo las órdenes de su jefe en el verdadero trabajo que les da de comer y jefe que casi siempre está amenazando porque para él no existen razones creativas que valgan cuando el escritor pretende justificar con ellas el cada día más aterrador tamaño de sus ojeras y que bostece cada media hora mientras mira de reojo el reloj de pulsera.

Y es que es muy duro esto de ser escritor.

Más cuando se asume como trabajo no remunerado: el puto oficio de escribir.

La mayoría de los narradores consultados insiste así en la seriedad con la que se estructuran la existencia para continuar con su narrativa. Lo que es muy respetable, así que da lo mismo la hora en que se levante o se acueste para escribir.

Es decir, que abra los ojos cuando apenas ha salido el sol para trabajar la novela o que los cierre cuando ya luce ese mismo sol.

Sí me inquieta, sin embargo, esa obsesiva puntualización, la de remarcar la hora en que se levantan para ponerse a trabajar en su historia. Entiendo, en la mayoría de los casos, que con ello se intenta alejar la imagen que se tiene del escritor profesional como un bohemio.

O un maldito borracho tipo Fitzgerald, un escritor, por otro lado, bastante exigente y disciplinado cuando escribía sus obras. Tanto, que en cierta ocasión llegó a decir que sus mejores frases se las debía a la ginebra de estraperlo que bebía con sus amigos o a solas, en ese momento en el que estaba frente a la hoja de papel en blanco, colocada en el rodillo de una máquina de escribir quiero imaginar que Underwood.

Los horarios que organiza un escritor para trabajar en su obra no debe ser entendido así como baladí, más bien me atrevería a afirmar en todo caso que a la postre es determinante en el producto resultante que llegará a mano de los lectores.

Creo que fue Mario Vargas Llosa quien dijo que el éxito de un escritor, un escritor dentro del sistema, y que por lo tanto puede vivir con su literatura, está en la disciplina. Que la bohemia pasó de moda.

Añade del Premio Nobel: “ahora hay que dormir, comer, y trabajar bien para destacar en la literatura”.

Lo que me hace sospechar que lo tienen muy difícil los escritores del arroyo.

Que son malos tiempos para descubrir nuevas flores en el cieno.

Que ya no son tiempos para descubrir talentos cuya obra todavía continúa emanando esa rabia de vivir que tan bien describió Chezz Merrow en su autobiografía. La vida de un músico de jazz blanco y enganchando a la heroína que quiso tocar como Lois Armstrong.

Es decir, como un ángel.

Los escritores del arroyo.

A esa panda le dedicamos en su día un post que, bajo el título de Un puñado de escritores inmundos, mencionaba a bastardos borrachines y drogadictos, a bohemios con mono permanente por la escritura como Jim Thompson, John Fante, Jack Black, William S. Burroughs, Charles Bukowski, Iceberg Slim, Edward Bunker, Hurbert Selby Jr., y añado ahora Don Carpenter y W. L. Gresham, entre otros tantos que hay que descubrir y cuya matemática, empapada de turbiedad, sí que resulta una ciencia exacta. Tan exacta, que todos ellos cuentan más o menos la misma historia: la rabia de vivir. La aventura de luchar contra sí mismo.

Y ellos mismos somos nosotros mismos.

Lo irónico del asunto es que estos escritores, como otros ilustres borrachos como Dostoievski, Joyce, el ya citado Fitzgerald o William Faulkner, fueron tan disciplinados con su trabajo como escritores que, sin atender a horarios, escribían cuando podían.

Hicieron así de su literatura más que un exorcismo una forma de explotar a sus demonios.

Los puedo ver sentados, de pie –como Hemingway, otro ilustre beodo–, acostados, escribiendo y escribiendo…

El puto oficio de escribir.

Saludos, escribiendo, desde este lado del ordenador.

5 Responses to “El puto oficio de escribir”

  1. Mireille Says:

    Exquisito…

  2. upyr Says:

    Como siempre muy interesante, aunque yo les sumaría a los que le daban a los psicotrópicos y al gran Poe con su botella de asbsenta Saludos amigo y a seguir así.

  3. admin Says:

    Gracias Mirelle y Upyr… ¿Nunca más? ¿Más nunca? ¿Nunca más?

  4. Iván Cabrera Cartaya Says:

    Bueno, la disciplina y la regularidad cronométrica no te ayudan a tener cosas qué decir. ¿Para qué sentarme todas las mañanas a determinada hora si no me apetece escribir o siento que no tengo nada que encontrar en el papel? Un escritor sin vida, no me interesa. De ahí quizá venga la grisura de lo último que ha escrito Vargas Llosa y, quizá, la inanidad de los autores (no lo sé) con los que has hablado. Por eso también, supongo, Hemingway solo hay uno, igual que Joyce, igual que Fitzgerald, igual que Poe, Baudelaire, Burroughs, Capote, Onetti, etc. Bueno, de todas formas tampoco quiero ser maniqueo y admito que cierta disciplina es necesaria y útil; pero sin talento, sin vida, sin cosas que decir, pues eso: escribes “El sueño del celta” (2012), un horror, o “El gran Gatsby” o esos dos maravillosos pendencieros incorregibles que crearon dos de las mejores novelas de siempre: Céline y Lowry, borrachos, of course.

  5. admin Says:

    Bajo el volcán, Ultramarina, Oscuro como la tumba donde yace mi amigo… Viaje al fin de la noche… Sí, con esos títulos y con esas novelas Lowry y Céline demostraron lo cuerdo que se puede llegar a estar, precisamente, borrachos.

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