Alec Guiness o si jugara con un rompecabeza

Ego, cuando era muy joven, sin ninguna experiencia profesional, suponía que su lugar natural en el escenario de la realidad era el centro, pero pronto aprendió que durante mucho tiempo debería estar a un lado, muy a un lado, y medio vuelto de espaldas al público. Con el paso de los años fue tomando gusto a esta posición y, más tarde, cuando tuvo pequeños papeles en produccions teatrales, expresaba a menundo el deseo de no hacerse notar en una obra, en vez de tomar al toro por los cuernos. Probablemente, piensa, nunca será el mejor; sabe muy bien que no pertenece al grupo de los grandes como Olivier, Richardson, Guielgud. Su placer consiste en juntar pequeños fragmentos de cosas, como si jugara con un rompecabeza.”

(Memorias, Alec Guiness. Traducción: Bárbara McShane y Javier Alfaya. Espasa Calpe, 1987)

Si Alec Guiness continuara entre nosotros hubiera celebrado el pasado 2 de abril el centenario de su nacimiento. No sé si con entusiasmo o con resignación, pero la excusa me sirve para escribir en torno a un actor por el que siento una devoción casi religiosa si creyera que hay un más allá cuando la experiencia me dicta que solo existe un más acá.

Digamos que lo descubrí como coronel Nicholson en El puente sobre el río Kway (David Lean, 1957), una película que ha quedado ligeramente ensombrecida –más en la filmografía de producciones multimillonarias de su director– por Lawrence de Arabia, donde trabajaba también Guiness. O como en Doctor Zivago. Pero primero fue verlo encarnando a ese obstinado militar que bordea sin saberlo la traición.

Tanto fue el efecto que aún se me pone la piel de gallina cuando William Holden exclama  ¡usted! y Guiness responde con voz estrangulada otro usted en una obra redonda, no sé si maestra porque la maestría es cosa de inhumanos, que me acompaña desde entonces y por la que aún le silbo al Coronel Bogey.

Pero hay más películas, muchas de ellas grandiosas, en la filmografía de Guiness. Un actor que no quiso hacerse notar en esas siniestras y deliciosas comedias que son El quinteto de la muerte (Alexander Mackendrick, 1955) y Ocho sentencias de muerte (Robert Hamer, 1949), en la que asume ocho papeles diferentes y que continúa contando con uno de los mejores y más insólitos finales de la historia del cine. No deberían dejar pasar esta película antes de que la Señoras de la Guadaña les visite… Aún respira.

Fue y es tanto mi reconocimiento a Alec Guiness que cuando llegó a mis manos su autobiografía celebré aquel encuentro con el alborozo que se merecía. Comencé a leerla con hambre, la misma que siente un devoto feligrés, aunque el Libro se trataran de unas memorias teatrales en las que su autor explica, entre otras muchas cosas, su proceso de conversión al catolicismo y muy poco de su carrera en el cine. Aunque cuenta con algún momento.

Una mañana, al principio del rodaje de Nuestro hombre en La Habana, Carold Reed, Graham Greene, Noël Coward y yo fuimos convocados, mientras filmábamos en la calle de la ciudad, para en ir en automóvil a conocer a Castro en un bungalow de la playa, a unos dieciocho kilómetros de distancia. No nos venía bien, pero Carol pensó que sería oportuno. Cuando llegamos al lugar nos llevaron a una sala de estar de la primera planta de un edificio desde donde podíamos ver, a través de las persianas, en el bungalow de abajo, a Castro y a sus consejeros, todos barbudos, de largos cabellos, con gorra de visera y gesticulando los unos frente a los otros entre una nube de humo de cigarros. Cada diez minutos más o menos aparecía un soldado y anunciaba: “Fidel vendrá dentro de un momento.” Pasaron noventa minutos y Fidel no llegaba. Todos estabamos impacientes, cuando Carol dijo con decisión: “Es una lamentable pérdida de tiempo. Vámonos.” Hasta Graham, ardiente admirador y amigo personal de Castro, pensó que lo mejor era marcharnos; lo hicimos de inmediato. El angustiado soldado se retorció las manos desesperadamente, pero le hicimos a un lado. Creo que fue Noël quien le sonrió tranquilizadoramente y le dijo “mañana”.

Sus recuerdos retratan a un hombre profundamente implicado con su oficio y muy preocupado por la religión. Es curioso como el catolicismo tentó a tantos buenos escritores anglosajones. Su sentido de la culpa y el perdón hace estas cosas.  Y pienso en Graham Greene y G. K. Chesterton, dos colosos conversos a la ¿fe verdadera?

Cuentan que Guiness vio la luz mientras encarnaba al padre Brown, el sagaz sacerdote católico que se dedica en sus horas libres a resolver casos criminales. Si leen algunos de los relatos de Brown es inevitable que el sacerdote de provincias termine siendo Alec Guiness. Lo mismo pasa con el funcionario y espía George Smiley de las novelas de John Le Carré, a quien el actor interpretó en las series Calderero, Sastre, Soldado, Espía, así como en La gente de Smiley.

Escucho que detestaba cordialmente a Obi Wan Kenobi, el de La guerra de las galaxias, pero ahí está Wan Kenobi/Guiness por mucho que Ewan McGregor se empeñara en recrear su juventud en la segunda trilogía que no es segunda trilogía sino la primera de ese culebrón –space opera, dicen los técnicos– que conocemos como La guerra de las galaxias.

A Alec Guiness lo pueden ver en otras muchas películas. Las dos primeras de su filmografía y firmadas por el señor Lean encarnando a personajes de Charles Dickens. También históricos como el príncipe Feisal en Lawrence de Arabia; al pusilánime monarca Carlos I en Cronwell y al emperador Marco Aurelio en La caída del imperio romano o como Adolf Hitler en esa otra mirada al hundimiento que es Los últimos diez días.

La pasada noche soñé que me encontraba con Alec Guiness tomando tazas de té. El exprimía con delicadeza un limón sobre la sustancia mientras yo derramaba una nube de leche en la mía. No recuerdo que cruzáramos palabras durante un rato, ese rato que en los sueños parece que encierra una eternidad, hasta que me preguntó qué leía.

Le respondí que estaba otra vez con las historias del padre Brown y que era inevitable que me lo imaginara como él. El señor Guiness sonrió y se puso delicadamente dos dedos en los labios mientras otros ilustres centenarios como Marguerite Duras y Octavio Paz entraban en la habitación…

Saludos, los chicos están bien, desde este lado del ordenador.

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