Días maravillosos, un cuento de J. G. Ballard

Julio, 3, 1985, hotel Imperial, Playa Inglaterra

Las Palmas

(…) Este es un sitio extraordinario, a unos treinta kilómetros al sur de Las Palmas y sobre la costa, un complejo turístico flamante con todos los entretenimientos imaginables, que se pueden concertar con solo apretar el botón que está al lado de la cama. ¡Ahora mismo voy a pedir una hora de esquí acuático, seguida de masajes suecos y peluquero!

(Días maravillosos, relato incluido en Mitos del futuro próximo, J. G. Ballard. Traducción: Marcial Souto, Minotauro, 1990)

En ese afortunado libro de relatos que es Mitos del futuro próximo, el escritor J. G. Ballard ubica una de sus historias y con el título de Días maravillosos en un complejo turístico de Gran Canaria, una isla donde recalan para pasar sus vacaciones miles de turistas británicos, franceses y alemanes para pasar sus vacaciones ajenos –en el cuento que les cuento– a la experiencia que van a vivir.

Vuelvo a releerlo en unos días igual de presuntamente maravillosos como los que describe J. G. Ballard y es inevitable que se lo agradezca al escritor. Uno de esos autores que no terminaron nunca por gustar demasiado a los amantes de la ciencia ficción donde fue encasillado sin lógica alguna, mientras continúa fascinando a otros por su visión deformada –y yo qué sé si visionaria– de la realidad.

Junto a Brian Aldiss, un escritor al que sí podríamos ubicar en ese territorio donde ciencia y ficción se mezclan, J. G. Ballard es de lo mejor que la literatura anglosajona ha producido en cuanto a miradas caprichosas sobre lo que puede ser… Y no tienen nada que ver con dos ilustres compatriotas y me gustaría pensar que maestros: H. G. Wells y John Wyndham. Ahí radica el interés que todavía me suscitan sus obras, relativamente bien traducidas al español y tan delicadamente británicas.

Días maravillosos cuenta mucho en apenas ocho páginas. El cuento está escrito en forma de cartas muy breves, que funciona casi como un diario que firma Diana y personaje al que imagino como una de esas señoras de mediana edad y extranjera que quiere olvidarse de su cotidiana existencia tostándose al sol en las doradas y negras arenas de las playas del archipiélago; salir de discotecas y se apunta a toda clase de actividades marcianas que organizan los animadores de esos centros turísticos con todo incluido.

La clave del relato de Ballard es que a medida que se van sucediendo los días las cosas no son como parecen ser aunque Diana apenas lo intuya pero sí su acompañante…

Está prohibido salir del paraíso.

Escribe Diana: “Aparentemente, en vez de llevarse a la gente de vuelta desde las Canarias, las líneas áreas han estado mandando los aviones al Caribe para recoger el tránsito norteamericano que vuelve de las vacaciones. Los pobres británicos nos vemos entonces detenidos indefinidamente en el mismo bote. Lo más asombroso de todo es que una se acostumbra. La gente del hotel es un verdadero encanto, nos ha solucionado todos los problemas, ingeniándoselas para organizar entretenimientos de todo tipo. Hay un cabaret muy politizado, y un equipo arqueológico submarino va a rescatar una carabela española del fondo del mar. Para pasar el tiempo me he metido en un grupo de teatro amateur que piensa representar La importancia de llamarse Ernesto. Richard toma todo con una tranquilidad sorprendente. Quise despachar esto desde Las Palmas, pero no viaja hacia allí ningún autobús, y cuando Richard y yo salimos a pie nos perdimos en un laberinto de construcciones nuevas.”

El autor de novelas tan intensas y compulsivas como Crash o El mundo sumergido, revela poco a poco el por qué de esta situación, aunque siempre a través de las palabras de Diana, muy escéptica ante las señales de peligro que detecta Richard:

El tiempo transcurre como un sueño. La gente, perpleja, se apiña todas las mañanas en la recepción del hotel, tratando de conseguir noticias sobre el vuelo de regreso. En general todo el mundo está tomando esto con una calma sorprendente, mostrando ese auténtico espíritu británico. La mayoría, como Richard, es personal de dirección de industria, pero las firmas, gracias al cielo, se han portado maravillosamente, y nos han cablegrafiado a todos para que regresemos cuando podamos. Richard comenta cínicamente que con los presentes niveles de estancamiento industrial, y con el gobierno haciéndose cargo de las consecuencias, tal vez se alegren de tenernos aquí.”

Y escribe algo desconcertada pero sin demasiada preocupación que “aparentemente están dividiendo toda la isla en una serie de inmensos complejos turísticos autónomos: reservas humanas, los llamó Richard. Él calcula que ya hay aquí un millón de personas, en su mayoría trabajadores ingleses del norte y del centro.”

No vamos a desvelar el final, pero da que pensar la forma en cómo está escrito este relato –una gota de lluvia en la producción de Ballard– para sacar lecturas muy comprometedoras con la realidad presente.

Subrayé la primera vez “están dividiendo toda la isla en una serie de inmensos complejos turísticos autónomos.” Y hoy, sospecho las razones, he añadido dos signos de exclamación en el margen de la página.

Solo un cuento de J. G. Ballard.

El niño de El imperio del sol

(*) En la imagen Jorge Luis Borges y J. G. Ballard. Sophie Baker.

Saludos, no sabe, no contesta, desde este lado del ordenador. 

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