La droga es el demonio

Llego tarde, como a tantas otras cosas en mi vida, a The Wire, serie de televisión que suscita encendidas pasiones como odios entre los aficionados al invento del maligno.

Mientras devoro la cuarta temporada, descubro poco a poco un producto total que, en contra de otras experiencias televisivas, crece a medida que se suceden sus entregas y aparecen y desaparecen personajes porque el verdadero protagonista de The Wire es Baltimore, Maryland, una especie de Irak en la geografía de los Estados Unidos de Norteamérica.

Ver de seguido The Wire –como ver seguidas otras grandes series que la televisión estadounidense produce en estos tiempos convulsos y que ha encontrado en este medio, la caja tonta, un vehículo eficaz para narrar historias adultas cuando su cine claudica en nombre de la más enfermiza lobotomía– es puro disfrute intelectual y para los sentidos.

Y todo ello considerando The Wire no como la mejor serie de televisión de todos los tiempos como aseguran sus voceros oficiales, sino como un todo que, efectivamente, a veces araña la perfección y aproxima su espíritu al de la novela del siglo XIX que a los experimentos que sufrió en el XX, centuria salpicada de dos grandes conflictos mundiales y deslumbrada ante los adelantos tecnológicos, entre otros el de consegur que  el hombre pisara el satélite lunar.

The Wire es una serie extremadamente compleja que, en cada temporada, ofrece un retrato feroz sobre Baltimore desde la mirada de los que trabajan al lado de la ley y de quienes conspiran para saltársela y enriquecerse con negocios sucios. Este es el juego, se insiste en cada uno de sus capítulos.

La conclusión que saco, por ahora, es que nada es lo que parece. Que ese Baltimore que se refleja funciona como una moneda que tiene la misma cara, lo que extrema un realismo rabioso y desasosegante que culpabiliza al sistema y a los vicios que genera la democracia norteamericana como origen de sus conflcitos y de las frustraciones de una ciudad que, pese a todo, se levanta cada mañana para repetir la misma historia.

Creada por David Simon y Ed Burns, The Wire pone de manifiesto lo que importa una historia, un guión notablemente urdido y personajes creíbles para enganchar al espectador en cada uno de sus capítulos. Una obra coral en la que desfilan hombres, mujeres, adolescentes y niños que son retratados con un realismo que raya en ocasiones lo documental. Y ahí se encuentra, a mi juicio, uno de sus pilares: mostrar y narrar con vertigínoso ritmo cinematográfico las entrañas urbanas de una gran ciudad estadounidense sin esconder sus vergüenzas.

Viendo The Wire es inevitable pensar las razones de que no realice un trabajo similar, con estas mismas características, en la Europa de los mercaderes.

Doy por imposible el caso español, que ha encontrado un cómodo refugio en sus astracanadas telecomedias, pero también de países presumo satisfechos de su madurez como Francia y Alemania. Gran Bretaña es otra cosa, aunque espero un producto compacto y cien por cien británico que sea capaz de mostrar las oscuras miserias que esconden sus ciudades y aldeas.

Es inevitable que The Wire seduzca a quienes se han curtido literariamente a través de la novela policíaca. En especial la que se cultiva en la actualidad en ese país al que todo el mundo condena si no es norteamericano aunque yo me cansé hace tiempo de echarle las culpas de las miserias del mundo al convencerme de su capacidad para hablar de lo que más les duele.

Y The Wire pone, en este sentido, el dedo en la llaga.

No sorprende así que colaboren en la redacción de sus guiones escritores del género como George Pelecanos, Dennis Lehane o Richard Price. Tipos que han escrito sobre policías y criminales dándole a esos mismos policías y criminales sustancia y un aliento trágico cuya fuente de inspiración es objetivamente homérica.

Logra, además, que el desconcertado espectador sentando cómodamente en casa entienda, aunque no comparta, las debilidades de sus protagonistas. Que sufra y se divierta con ellos.

Ya escribimos en cierta ocasión que el mejor cine norteamericano se encuentra actualmente en la pequeña pantalla. Y The Wire es solo una de esas grandiosas producciones que me enseñan una vez más que en ese país saben cómo mezclar entretenimiento con mensaje sin resultar enojosamente doctrinario. Uno, incluso, hasta le perdona la confusa moral que prevalece en las cuatro entregas que hasta hoy he podido disfrutar de ella.

El entusiasmo es tanto, la droga ha contaminado tanto mis ideas, que se me hace cuesta arriba enfrentarme a una quinta temporada al saber que ya no habrá más The Wire. Que ya no podré evadirme mientras observo ese retrato feroz y en ocasiones descarnado de una ciudad, Baltimore, que como toda ciudad que se precie –e incluyo la que vivo, tan aparentemente provinciana y dormida– demanda productos que, como The Wire, funciona como purgante.

Aunque mañana sea otro día igual de rutinario que ayer.

Sí, la droga es el demonio.

(*) El Escobillón quiere agradecer a Lester Freamon el descubrimiento de esta serie.

Saludos, yo nací…, desde este lado del ordenador.

One Response to “La droga es el demonio”

  1. Omar el justiciero Says:

    Cuídese, estimado editor, y siga descubriendo series a pesar de que haya pasado el tiempo y las modas. Los clásicos, dicen, nunca envejecen.

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