Un mensaje dentro de una botella

Paseando por la playa de Las Teresita, una playa larga y de arena dorada traída del Sahara, me encuentro con un mensaje en una botella. Una hoja que saco con dedos temblorosos. Firma al pie de un texto escrito a mano y con letra menuda y nerviosa, José Garcés. Me siento en una de las rocas del brazo de la barra que separa el océano del trozo de mar de la playa. Y leo:

“El cine me aburre. Y mira que he perdido, y pierdo el tiempo, viendo películas que, últimamente, me aburren. Sea frente al televisor o la pantalla cada vez más reducida de una sala. Sea en dos dimensiones como en tres… tenga un sonido que te parta los tímpanos como que no… Cuente una historia sencilla como compleja que se resuelve en una, dos y tres o cuatro horas que es lo que actualmente dura una película.

Me anima una amiga a que vea cine europeo, asiático y de otros continentes pero los intentos que he realizado hasta ahora han concluido también en sonoros fracasos. Me quedan, no obstante, un puñado de películas de las de antes… pero procuro no verlas demasiado no vaya a quemarlas o a decepcionarme como me ha pasado con algunas…

¿Qué me pasa, doctor?

Yo antes no era así, más que ver consumía todo lo que llegaba ante mis ojos y, fruto de la generosidad, solía ser bastante benévolo con lo que solo eran inevitables tomaduras de pelo y una manera poco elegante de quitarme el dinero.

Recuerdo que en mi adolescencia apuntaba las películas vistas en un cuaderno ya perdido. Cuaderno en cuyas páginas anotaba la ficha técnica y artística, y que las valoraba con el sistema de las estrellitas. Estrellitas que más tarde comparaba con un amigo para comprobar si nuestros pareceres coincidían o no.

Nos decantábamos por las películas de terror, que fue un género que estuvo de moda en los ochenta y que fabricó todo tipo de monstruos. Ninguno real aunque fuera esa la intención con algunos, que iban de psicópatas enmascarados que revivían y revivían en interminables entregas.

Abandoné el género cuando comenzó a derivar al tremendismo. A la sangre y tripas porque ya no se trataba de asustar sino de meter el miedo en el cuerpo mostrando con todo lujo de detalles mutilaciones varias.

Con el paso de los años me he acostumbrado a fabricar mi propia película en la cabeza a través de novelas. Da igual que sean mediocres. Si la cosa funciona es que tiene algo. Ese algo que engancha, que te hace devorarla con velocidad de crucero, ajeno a la realidad que se mueve a tu alrededor.

Ese efecto ya no me pasa con el cine. El cine que veo y que se estrena este año, y el pasado y el otro es como repetir la misma historia pero con actores diferentes. Se ruedan además demasiadas nuevas versiones de títulos que se consagraron en aquellos tiempos donde era joven y no sé si más feliz que ahora.

No estoy en contra de estas nuevas versiones, a su manera actualizan aquellas películas de hace unos años a una realidad que avanza tecnológicamente pero poco en lo espiritual y moral. Sé que suena a doctrina religiosa esto de moral y espiritual pero fueron señas de identidad de producciones de antes, cuando las películas se exhibían en un blanco y negro que a veces resultaba tétrico y otras luminoso y también en resplandeciente technicolor.

Me cuesta ir al cine y me cuesta ver películas de estreno que no vi en su momento sentado cómodamente en el salón de mi castillo.

¿Tengo remedio, doctor?

¿Existe cura?

No contesta y sí que agita la cabeza en premonitorio silencio…”

Los rayos del sol caen con justicia sobre la playa de Las Teresitas. Observo la raya del horizonte y unos mercantes anclados fuera del muelle y, a la derecha, la silueta de la isla de Gran Canaria. En la arena dorada sahariana de la playa unas parejas toman el sol, unos niños juegan dentro del agua y damas y caballeros de mediana edad pasean por la orilla arriba y abajo como si se tratara de un péndulo humano. No veo gaviotas aunque sin las gafas toda la visión está desenfocada. Me pregunto si también el cine ha terminado por aburrirme. Si ya no aguanto ver una película completa mientras me levanto de la roca y camino por la barra.

Llevo la botella en mano y en la otra la hoja arrugada que firma Garcés.

En un gesto de urbanidad, deposito la carga en una papelera repleta de basura.

Encajo la botella como puedo, aplastándola entre envoltorios vacíos de helados y mulatos, de polos de limón y naranja. Pocas colillas de cigarrillos y sí papel de plata repleto de moscas que devoran los restos de un almuerzo o merienda que me resulta difícil de identificar.

Pedaleo con la bicicleta rumbo a la capital y mientras las piernas suben y bajan noto que se disuelve en mi memoria ese día de playa pero no el encuentro de un  mensaje dentro de una botella.

¿Hay cura? pregunta José Garcés, quien quizá sea un marino de uno de los barcos mercantes anclados más allá de la barra de la playa… Y no tengo respuesta. Las sensaciones son encontradas mientras el sudor corre por mi cara y empaña el cristal de las gafas.

Saludos, un día de playa, desde este lado del ordenador.

Escribe una respuesta