Acosando al viejo Jim

Salí de aquellas oficinas con una maltrecha máquina de escribir en una mano y un cheque en la otra. Me fui del hotel, alquilé una habitación por tres dólares semanales en Seventh Avenue y empecé a trabajar. Terminé el libro en diez días, con un promedio de veinte horas de trabajo diarias.”

(En Bruto, Jim Thompson. Traducción: Rosalía Vázquez. Colección: Black, Plaza & Janés, Barcelona, 1991)

Hace mucho tiempo, tanto que la memoria ha terminado por confundirme, descubrí en una librería próxima a los institutos una biografía de H. P. Lovecraft editada por Nostromo y escrita por L. Sprague de Camp. El libro estaba a buen precio y  quien les escribe se encontraba abducido entonces por la literatura de un escritor que “haces de los tuyos” a una edad donde gente así termina por marcarte hasta que te mueres. Aunque no lo vuelvas a leer. De hecho, creo que hay autores que no deberíamos de recuperar porque el paso de los años los convierte en perfectamente prescindibles, y algo así me pasó hace unos meses con Lovecraft, lo que me obligó a olvidarlo para que su influencia continuara cómodamente enlatada en mi cabeza.

Con esto quiero decir que a veces tengo tendencia a leer biografías, no tanto autobiografías, y que gracias a estas lecturas –algunas objetivas y otras no tanto–, me encuentro con personajes que de una u otra forma contribuyeron a formarme como persona. No por las experiencias vitales que, según el biógrafo, dejaron huella en su existencia, sino por conocer situaciones y momentos que, supuestamente, fueron claves en la vida de todos esos hombres y mujeres cuya obra ha formado, y espero que formen, parte de mi vida.

No hay vida, en este sentido, más anodina que la de Lovecraft. Un bicho raro que escribió sobre el miedo. Ese miedo que alimenta algunas pesadillas pese a que los sueños tenebrosos ahora tengan tan poco que ver con dioses primigenios y libros prohibidos…

Escribo todo esto porque una editorial presenta en español una biografía por la que estuve detrás hace mucho, muchísimo tiempo, y pese a estar escrita en idioma de bárbaros.

Se titula Arte salvaje: una biografía de Jim Thompson (Es Pop Ediciones, 2014) y la firma Robert Polito.

Si no saben quien es Jim Thompson dejen de leer de inmediato estas líneas y preocúpense en buscar algunas de sus novelas. Es probable que muchos me lo agradezcan y es probable también que muchos otros me condenen al infierno por insistir en un autor cuya vida fue igual de salvaje que las que reflejó en sus novelas.

Eso lo convierte en un escritor único, un punto y aparte no solo en el género negro, en el que ha terminado ocupando un capítulo importante, sino en la prodigiosa literatura estadounidense de la segunda mitad del siglo XX.

Sin embargo, y como la felicidad es una noble juerguista, pronto me di cuenta que conseguir Arte salvaje en las librerías de esta región desestructurada y narcótica iba a ser algo así como una tarea de titanes. Su precio resulta, además, escandalosamente prohibitivo. Una cifra que bien invertida puede llenar mi nevera un par de semanas.

No obstante, se trataba del viejo Jim. Y cuando leí al viejo Jim hace ya mucho, mucho tiempo, llegué a la conclusión que hoy merece el sacrificio. Hacerme con el relato de su vida contado por otro.

Los iniciados en la literatura de Thompson, un individualista de izquierdas, alcohólico y superviviente,  saben de los que hablo. También que el mismo Jim escribió una especie de autobiografía sobre su turbulenta vida en los años treinta, En Bruto, mientras dispersaba por sus novelas –muchas de ellas crudas y de una violencia extrema– retazos de una vida cuya literatura hizo que trascendiera y ocupara espacios más elevados tras su muerte, ya que hasta entonces había estado relegado a la categoría de escritor industrial. Ese que publicaba novelas como chorizos en editoriales populares destinadas a lectores con las manos sucias.

Es más que probable que reciba Arte salvaje la semana próxima. Y es más que probable, eso espero al menos, que cuando lea su biografía me dé por recuperar los libros que tengo del viejo Jim, un tipo que me acompaña en los buenos y malos ratos.

El viejo Jim.

Me encontraba casi arruinado de nuevo. Esperaba vender el coche y sacar el dinero suficiente para ir tirando hasta que lograra algún trabajo. Entretanto, como aún no era de día, me adecenté en el lavabo de caballeros de un restaurante y luego devoré con tranquilidad un abundante desayuno. Más o menos una hora después, cuando calculé que los negocios de compraventa de vehículos estarían abiertos, volví junto a mi coche.

En ese preciso momento, una grúa de la Policía lo estaba enganchando. Al parecer estaba prohibido el estacionamiento durante toda la noche, y no hacían excepciones con los forasteros. Me devolverían el coche mediante el pago de una multa, más los gastos de la grúa y el depósito.

Escuché ese ultimátum embargado por toda una serie de emociones, y, de repente, me apoyé contra un poste de teléfonos, riendo como un demente. Los del equipo de la grúa me miraron aprensivos. Subieron al camión y se alejaron, llevándose mi coche. Entonces me senté sobre mi maleta, sin dejar de reír hasta que me dolió el estómago.”

Saludos, levanto los brazos, desde este lado del ordenador.

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