El samurai desnudo, una novela de Manuel Pérez Cedrés

“Sentado en un banco frente a la Bahía, todo parece diferente. Aunque no ha nadie a mi lado, me acompaña la extraña imagen de una Arlene preñada y gorda, con todas las curvas de su cuerpo atrapadas en una red de laberínticas deformaciones de carne. Y entonces empiezo a entender el significado profundo del concepto de lo efímero. Del paso del tiempo, de cómo lo externo puede transformar a lo interno tan salvajemente hasta convertirlo en un caos infranqueable.”

(El samurái desnudo, Manuel Pérez Cedrés, Éride Ediciones, 2013)

Manuel Pérez Cedrés dice que El samurái desnudo es una novela extravagante en algunas entrevistas que pesco por Internet, flaco favor que le hace a un texto que si por algo se caracteriza no es por excéntrico sino disperso, aunque se note el esfuerzo del autor por domesticar todo el material que mueve entre sus manos y vierte en un relato que, fragmentado en dos mitades, promete y ofrece bastante en su primera parte pero que se disuelve como un terrón de azúcar en un café con leche en su segundo bloque. Bloque que contiene algunos destellos, pasaje con luces, pero que a la larga resultan forzados, lo que acaba por no redondear un título que si por algo se caracteriza es por sus ambiciones y su voluntad de desconcertar.

La historia comienza siendo narrada en primera persona por Roy Kolbe, un joven de diecisiete años que vive en Newark, Nueva Jersey en los Estados Unidos de Norteamérica cuyas vivencias no tienen nada que ver con las del Holden Caulfield de Guardián entre el centeno, aunque se trate de contar el ansía de rebeldía de su protagonista. Un joven, insiste Cedrés en la novela, demasiado maduro para la edad que tiene y cuyo sendero iniciático el autor se preocupa más por explorar en la segunda parte de una novela que es dos. Dos mitades distintas pero no tan indivisibles como se pudiera pensar.

El salvajismo post adolescente de Kolbe se transmuta, más que madura, en la segunda mitad en una sucesión de episodios bastante esquizoides en el que intervienen otros personajes que no terminan de dar forma a una ficción que, pese a todo, tiene la capacidad de enganchar la atención de un lector que al menos –ese fue mi caso– descubre un libro trufado de referentes culturales que conoce y aprecia, lo que suaviza el enojo de los bandazos que ofrece el relato. Un relato que parece escrito más con las tripas que con la cabeza.

Buscar una coherencia tradicional a la novela no merece la pena. Efecto similar al que me produce la digestión del El almuerzo desnudo de William Burroughs. Por eso, se recomienda enfrentarse a este Samurái –siempre y cuándo el lector quiera– sin prejuicios, y sí dejándose atrapar por sus sensaciones. En especial las que van configurando el carácter del joven Kolbe de diecisiete años, un tipo que observa el mundo con temprano cinismo, lo que explica su visión de las cosas y la traducción que hace de ellas a través de palabras.

Las palabras y sobre todo los silencios son muy importantes en esta novela que contiene numerosos mensajes encerrados en botellas que su autor arroja al mar con la esperanza, supongo, de que lleguen a la costa. Las interpretaciones que cada lector haga de ellos pertenece a su capacidad de resolver acertijos. Porque El samurái desnudo es un acertijo que, mucho me temo, no tiene solución. Lo mismo le pasa a las últimas películas de David Lynch, ese cine que nada peligrosamente entre la tomadura de pelo y el impacto sensorial si uno quiere perder el tiempo intentando averiguar que se esconde tras tanto cripticismo que, a modo de capas de una cebolla, ha terminado por definir la obra reciente del antaño celebrado cineasta.

Si se acepta el reto, la lectura de El samurái desnudo brinda momentos de literatura que se devora con agrado aunque es tanto el exceso por disfrazar lo inevitable que al final se raya casi en la indigestión ya que pese a contar con un final, éste no termina de cerrar el círculo ni de explicar las intenciones que movieron a Manuel Pérez Cedrés a escribir esta historia que va en demasiadas direcciones.

Las reacciones por lo tanto son muy encontradas con esta novela ya que no termina de ubicarse. Y por eso el aviso a futuros lectores que decidan navegar dentro de ella: acepten iniciarse en un juego en el que no hay reglas. Déjense arrastrar, según sea la marea, por la existencia primero de un joven demasiado enfadado consigo mismo y más tarde por el retrato fragmentario, ora con brocha, ora con miras a otras historias dentro de la misma historia, que conforma este rompecabezas al que le faltan algunas de sus piezas.

Con todo, y con lo que leo últimamente escrito en estas tierras, El samurái desnudo me resulta un producto que si destaca por algo es por su rareza. Es una novela que no tiene nada que ver con lo que escribe en la actualidad en Canarias y mucho menos en esa España que se nos ha echado a perder.

Late dentro de El samurái desnudo un soplo que lo hace distinto. Y en ocasiones provocador. Una provocación que su autor desarrolla en una América soñada y reconocible por el cine y la televisión. Una especie de Sensación de vivir para iniciados en las artes del reverso tenebroso y en la que se nota el peso por la cultura popular norteamericana que arrastra su escritor. Un pulp beat, más que un pulp pop.

Alabado sea.

Saludos, catana en mano, desde este lado del ordenador.

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