La casa del hambre, de Dambudzo Marechera

Recuerdo que un día llegué a casa corriendo, lleno de entusiasmo. No me acuerdo de qué estaba tan contento. Y aunque el día era sombrío –parecía como si Dios se hubiera asomado al cielo a escurrir su ropa interior sucia–, yo estaba exultante. Irrumpí en la habitación y me lancé a relatar mi historia de inmediato, muy nervioso y gesticulando en exceso. Se la contaba a mi madre, que me miraba fijamente. Un guantazo contundente, que hizo que me zumbara el oído, me cortó en seco. Levanté la vista hacia mi madre, aturdido. Volvió a pegarme.

- ¿Cómo te atreves a hablarme en inglés? –dijo enfadada– Sabes que no me entero, si te crees que porque tengas estudios…

Me pegó otra vez.

- No estoy hablando en ing…–comencé a decir, pero me detuve al darme cuenta de pronto de que sí lo hacía.”

(La casa del hambre, Dambudzo Marechera. Traducción: María R. Fernández Ruiz. Colección: Al margen. Sajalín Editores, 2014)

Cabeza privilegiada pero también muy dispersa, Dambudzo Marechera murió joven para poder hacernos una idea del potencial literario que guardaba dentro aunque por obras como La casa del hambre se intuya a un escritor poderosamente rebelde que habla, manipulando el tiempo, experimentando con los espacios, de su vida descarriada y del colonialismo en África. También de literatura pero sobre todo del dolor.

No resulta fácil leer a Marechera, pero sí se logra salvar las alambradas sembradas de espinos que disemina a lo largo de los relatos que conforman La casa del hambre, el lector descubrirá a un autor en busca de su estilo y a un hombre de inteligencia vastísima cuyo peso intentó transmitir con la forma de la palabra.

La casa del hambre es un libro desconcertante y también muy poco agradable. Ambientado en Rhodesia, hoy Zambia o Zimbabwe, en estas historias se habla de la segregación, los conatos de independencia, los excesos y la violencia. Una violencia que nace de la miseria, el hambre, la prostitución y la enfermedad. La falta de expectativas del vivir día a día porque no existe el futuro y sí el crudo presente.

La escritura de Marechera es áspera, ruda y poética. Incluso cuando no deja de hurgar en la herida, como si a través del dolor quisiera expurgar ese mundo inmundo en el que sobrevive. Primero como un bicho raro, un tipo que lee y que escribe en el gueto, y más tarde en Europa como estudiante en Oxford. Una etapa con la que rompió por su desatado nihilismo.

El escritor no juzga pero sí escribe sobre lo que vio y lo que vio es algo muy parecido al infierno en la tierra. Quizá ello explique su temprana afición a las drogas y al alcohol como vías de escape ante una realidad en la que los blancos se arrogan el derecho de la civilización y los negros el de ser como bestias. O monos, como no se cansa de repetir Marechera a lo largo de este libro imprescindible para los que deseen conocer otra África. Esa África que está lejos de la jungla y en las que los suyos se hacinan en los guetos de los arrabales.

Hay mucha rabia en los relatos que contiene La casa del hambre y un grito que nutre  cada una de las páginas de una novela en el que se llama a la cosas por su nombre y que clama un basta ya que mucho me temo aún exigen millones de africanos.

La casa del hambre es un libro político. Y esa política está dictada desde las tripas. Se percibe en la voz de un narrador que intentó transmitir en sus textos el delirio que lo marcó como persona. Un hombre, escribe, que vivió en un mundo donde un incidente era como todo lo demás: “un suceso natural en un entorno antinatural.”

O la costumbre de habitar en el infierno.

Pero ¿por qué?

Dambudzo Marechera se convirtió en el cronista generacional de un continente que exigía historias que les contaran cómo era su vida. Es el canto de un hombre, además, al que le han robado todo. Y eso incluye un pasado que los blancos han vuelto a dibujar para justificar su presencia en ese territorio.

El mismo escritor se lo plantea en uno de los cuentos, o capítulos, en los que se fragmenta La casa del hambre: no es capaz de escribir en su lengua materna pero sí en la del invasor, en este caso el inglés. Ese mismo invasor cuya policía lo golpea y tortura y ese mismo invasor que ha corrompido el corazón de su gente.

Aunque pese a todo se puede resistir. Una resistencia “a todo lo que degrada al hombre, a todo lo que trata de apagar el vínculo entre la humanidad y su herencia, a todo lo que, desde el alma humana, conduce a la avaricia, a la crueldad, a la indiferencia.”

La casa del hambre comienza: “Cogí mis cosas y me fui”.

Nosotros, también.

Saludos, a leer que son dos días, desde este lado del ordenador.

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