Sospecha

Uno se acostumbra a visitar hospitales y a que médicos que apenas conoce se interesen por su persona. Persona que tiene un sospechoso bulto en el cuello y que como puede cuenta los días que no fuma como victorias, pequeñas, tras tantos intentos fallidos.

Las horas de espera en el hospital las entretiene con la lectura de El Reino, de Emmanuel Carrère, que se trata de un libro necesario sobre Lucas, el evangelista, y de manera tangencial de los otros tres que escribieron sobre Cristo.

Así que mientras sus ojos se pierden por entre las frases que se construyen en las páginas y atenúa el sonido y el olor que tienen todos los hospitales, solo sabe que no sabe nada hasta que alguien dicta su nombre y se pone en pie y entra en la consulta donde un médico, hombre o mujer, le hace preguntas y le indica que se tumbe sobre la camilla, y explora ese bulto sospechoso y tras teclear los resultados en el ordenador, se le ordena: hágase unos análisis, radiografías y no olvide pasar por el escáner.

Media mañana en ese hospital leyendo El Reino, que devora porque lo disfruta como hace tiempo que no devora ni disfruta un libro, mientras sube y baja ascensores y se encuentra con amables sanitarios que le hacen despertar la señal de alarma precisamente por resultar tan amables porque piensa –paranoico el protagonista de esta historieta– si no tendrá en verdad algo grave y nadie, absolutamente nadie, quiere decirle la verdad.

Una verdad cruda, y un nombre crudo: cáncer.

Y subraya una frase de San Pablo que Emmanuel Carrère reproduce en el libro: “No hago el bien que amo sino el mal que odio” y otra, del mismo Carrère, de esa novela y ensayo que ha despertado tan poderosamente su atención: “la verdad  siempre tiene un pie en el campo del adversario.”

Piensa en todo esto cuando baja en el tranvía. Un tranvía donde una chica canta ópera seguido por dos cámaras. Promocionan Las bodas de Fígaro, de Mozart, cuyas representaciones forman parte del programa del Festival de Ópera. La chica canta ahora con un chico otra pieza y agradece en silencio que la bajada a la ciudad en ese tranvía que solo sabe subir y bajar sea al menos distinta…

Como distinto se siente él mismo, ese tipo que mira por la ventanilla la ciudad.

Saludos, oro parece, plata no es, desde este lado del ordenador.

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