Roald Dahl, la historia de un gigante

En unos días donde todo parece que se confabula para hacernos infelices tropiezo de nuevo en el camino con un escritor que parece que diseminó su trabajo para que recuperara algo de cordura. Ese escritor es Roald Dahl, y el próximo 16 de septiembre quienes buscamos desesperadamente relatos que más que conmover nos conmocione, celebraremos como se merece el centenario de su nacimiento. 

Nos adelantamos en el tiempo pero la lectura, y relectura de muchos de los cuentos que habíamos olvidado, salvo esa pieza siniestra pero humorística que es Cordero asado, ha logrado que aún perdure en nuestro recuerdo su triste e inteligente mirada sobre los adultos.

Mirada que aún conserva un cruel y refinado sentido del humor que hace observar las cosas de otra manera, a entender el universo para niños y para hombres crecidos a la sombra de Dahl como una inevitable certeza de que la existencia es, efectivamente, un chiste. Depende solo de nosotros mismos que esa broma resulte excelente, y por lo tanto digna de recordar y no mediocre y sin gusto.

Si no lo conocen, si no lo han leído, es probable que les suene Dahl si revelamos que es el autor de Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón gigante, Matilda, El gran gigante bonachón y Las brujas, obras destinadas al público infantil pero que pueden ser perfectamente leídas por esos adultos que todavía buscan un mundo sin tantas prisas y sí más misterioso e insólito. 

Pero hay otro Roald Dahl, el escritor que ironizaba sobre los miedos que te asaltan cuando te haces mayor, la mayoría de esos miedos ya incubados cuando apenas eres un crío, y de los que resulta bastante difícil desligarse cuando comprendes que el suelo que pisas no es sólido sino de arenas movedizas.

En otras de sus historias para adultos Dahl trabaja muchos los pecados capitales que marcan la condición humana, pero casi siempre desde una perspectiva irónica, como si al escritor le gustara bromear con sus historias mientras retrata gente acomodada y aparentemente feliz que se vuelve miserable cuando se tambalea su mundo.

Para retratar estos tipos le basta solo con dos o tres brochazos. Suficientes para que esos hombres y mujeres resulten creíbles y, por lo tanto, humanos. Muestra sus flaquezas, sí, pero no olvida que son seres humanos.

Los cuentos para adultos de Roald Dahl deben de tomarse como medicina. No termina de curar el mal que padeces pero lo calma. Si vuelves a sentirte mal, lo mejor que puedes hacer es volver a abrir cualquiera de sus libros y dejarte llevar por lo que escribe. A la media hora le garantizamos que notará sus beneficiosos efectos.

No sabemos de donde pudo venirle esta genialidad aunque si se rastrea en su vida se descubre que fue todo menos tranquila. Combatió como aviador durante la II Guerra Mundial y fue derribado en varias ocasiones –fruto de esta experiencia nacieron los greemlins, duendecillos caprichosos del aire, así como la autobiografía Volando solo–.

Tuvo además una vida sentimental difícil a la que logró enfrentarse gracias a sus libros y a su mujer, Patricia Neal. Se entiende así su escepticismo hacia los adultos, y su manera de mostrarlo a través de una serie de cuentos crueles escritos con humor no negro, sino negrísimo. Esa broma, muy al estilo O’Henry pero sin el sentimentalismo del americano, que se revela en los párrafos finales o en la demoledora frase con la que termina el cuento.

Cuento que puede ser Tatuaje, La máquina del sonido, Un cuento africano (relato que todo defensor de los animales debería de leer); el extraordinario Galloping Foxley, El deseo, un tenebroso descenso a la infancia; El cirujano, Apuestas… Si el tiempo le da para novelas, ahí tiene la divertidísima Mi tío Oswald para tomar a cucharadas. Sirvan estos títulos a modo de improvisada receta con la que calmar sus males.

Lo grande de un escritor como Roald Dahl es que nunca falla. Y eso lo hace francamente necesario en tiempos tan enfermos como los que vivimos.

¿La clave?

La clave es que una vez que lo conoces es inevitable que vuelvas a él. Así pasen lo años y se acumulen las tristezas.

Saludos, navegamos y navegamos, desde este lado del ordenador.

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