Durante un viaje en tranvía

Durante un viaje en tranvía me encontré hace unos días con un desconocido de aspecto cadavérico que me preguntó muy educadamente si tenía un céntimo. Le dije que no mientras me contaba que no tenía agua en su casa porque se le habían roto las cañerías y que necesitaba llamar a alguien. Antes de bajarse en una parada me entregó un cuadernito que recogí por inercia. 

No se despidió.

El cuadernito, de tapas amarillas, consta de nueve páginas y lo que está escrito en trazo grueso y bolígrafo azul es el enigmático contenido que reproducimos a continuación.

El payaso lo despierta y abre los ojos al fin de los tiempos lo que le produce ácidez de estómago y que la bilis le queme la garganta.

Las cartas del Tarot tampoco le dictan nada y lee los libros que caen en sus manos porque es un lector compulsivo que busca, cada vez con más desespero, un libro que lo aisle de la realidad durante un rato. No le pasa con lo que más que degustar, devora últimamente. Novelas y ensayos que pasan y se olvidan con rapidez. 

Le aburre, para escándalo del infante, seguir las películas de estreno porque las que observa son millonarias basuras que contempla rodeado de un público iluminado que está más preocupado en beber su refresco y chupar golosinas…

Entiende entonces que las evasiones que han contribuido a que sobreviva ya no le estimulan como antes.

Un estímulo que apenas se despierta cuando ve series de televión porque sabe que ninguna de ellas va a mitigar el impacto que en su día recibió –una afortunada bofetada espabílate– con Hacerse malo.  

Es consciente, quizá peligrosamente, que esto se acaba, y que el tiempo es una broma macabra.

Que es un chiste que está rodeado de otros chistes, algunos realmente hilarantes y otros para darles de comer aparte.

Se levanta mientras el payaso, detrás de su espalda, le engatusa con malabarismos de feria y trucos que no tienen nada de magia, y se acerca a  la puerta de la calle que tiene todos los fechillos puestos y abre y sale y recibe una cachetada de calor pegajoso que le hace sudar como un puerco y da un paso y otro más y termina caminando sin rumbo fijo por las calles de una ciudad tan difícil, que solo puede pasearse arriba y abajo. Y abajo y arriba pero que apenas tiene temblor.

Ese temblor que golpea su pecho y que ahora está empeñado en pararse.

Descubre cuando llega a la plaza que el payaso no está por ningún lado y que quizá lo demás no cuenta.”

Desde entonces y en cada uno de los viajes del tranvía que realizo, voy con la esperanza de toparme con el tipo cadavérico pero hasta la fecha ha sido inútil. El otro día, sin ir más lejos, me bajé en la misma parada que él y recorrí las calles de aquel barrio que pertenecía a mi ciudad y que no  había visitado.

Pensé durante unos momentos que estaba en otro lugar y en otro país pero la realidad pudo contra la fantasía.

Ni rastro, además, del tipo cadavérico.   

Saludos, ¿y?, desde este lado del ordenador.

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