El viejo tío Sam

La primera película que vi de Sam Peckinpah (Fresno, California, 21 de febrero de 1925 – Inglewood, California, 28 de diciembre de 1984) fue en el cine Numancia, cine que ya no existe en la capital tinerfeña. Salí trasquilado, como saldría años más tarde después de ver Apocalypse now!, aunque esta última es de Francis Ford Coppola, un cineasta que se encuentra en las antípodas de Peckinpah.

He vuelto a ver ya no sé cuántas veces Grupo salvaje y sigo viéndola como la primera vez. Lo mismo me pasa con otras películas del mismo director y supuso tanto impacto que se me quedaron grabados los cine donde me emocioné con todas ellas.

La cruz de Hierro
la descubrí en el Rex. Una película que se desarrolla en el frente ruso durante la II Guerra Mundial desde el punto de vista alemán, plagado de hombres –como en los western– que son camaradas e hijos de puta.

Recuerdo que a la chiquillada de aquellos tiempos nos encantó La cruz de hierro. A más de uno nos evocaba la lectura de las novelitas de guerra de Sven Hassel, supuesto combatiente danés enrolado en los pelotones de castigo del ejército alemán… Pero salvo el frente ruso y algún que otro personaje que parecía que imitaba a los de las novelas de Hassel, La cruz de hierro no tiene nada que ver con aquellas hazañas bélicas. Es más, tanto la novela que le dio origen como la película de Peckinpah, se caracterizan por su tono antimilitarista. La novela original se titula Carne paciente y la firma Willi Heinrich y no se parece demasiado al filme…

Tras La cruz de hierro, se estrenó años más tarde Convoy, una versión Peckinpah de Río Bravo, la de Howard Hawks, que se estrenó en el Greco cuando aún existía el cine Greco –como el Rex, carajo–, más tarde reconvertido en multisalas y hoy abandonado, convertido en una ruina.

Otras películas del viejo Sam, mi perro hermano indio, que así decía Gonzalo Suárez que lo llamaba o no lo llamaba, fue en Yaiza Borges, que tras recuperar el viejo cine Tenerife y transformarlo en una especie de sala de arte y ensayo, se dedicó a exhibir películas en sesión original y a reestrenar clásicos como Duelo en la Alta Sierra, un Peckinpah que comenzaba a salir del cascarón; y más tarde y en otras salas que estaban repartidas en Santa Cruz de Tenerife cintas como Perros de paja, La huida y Pat Garret y Billy The Kid.

Pero si hay una película decisiva, de las que marcan huella en el mi memoria como espectador, fue cuando vi con la boca abierta y probablemente con baba, Quiero la cabeza de Alfredo García, que sigue siendo mi favorita en la filmografía de Sam Peckinpah.

El cine fue el Teatro Baudet, que estaba justo enfrente de casa de mis padres. El problema –en aquellos tiempos ir al cine era un problema no tanto por el precio de la entrada sino si te dejaban entrar o no a una de 18 años– era precisamente que no tenía la edad para que me dejaran franquear las puertas del Baudet aunque ese día tuve suerte al dejarme acceder a la sala a cambio de que me escondiera entre las butacas cuando llegara el descanso. En aquellos tiempos la proyección se cortaba a la mitad para que el respetable fuera a mear o a comprar cotufas.

Y así lo hice, cuando llegó el descanso me escondí entre las butacas aunque habían cuatro gatos en aquella sala que a mi entonces me parecía gigantesca.

Se apagaron las luces otra vez y quedé abducido por esa película. Una película sucia y violenta que canta a la amistad más desquiciada. Warren Oates, un sobresaliente secundario, se viste de Sam Peckinpah en un filme que resulta devastador y brutal.

Luego llegó Clave Omega y apenas vi destellos del viejo Sam. Moriría poco después de esa película.

En cuanto a La balada de Cable Hogue y Junior Bonner las descubrí más tarde en la televisión. Son películas a las que le tengo cariño porque muestran el lado más nostálgico y amable de Peckinpah. A Los aristócratas del crimen llegué ya con otras cosas en la cabeza y no me resulta de las más atractivas del director.

Mayor Dundee, que si no me equivoco descubrí también gracias a la televisión, es otra cosa. Y mira que es excesiva más por Charlton Heston que por Peckinpah. No puedo hablar de su primer parto cinematográfico, Compañeros mortales, porque la he visto en copias de malas calidad pero me basta para agradecerle a Peckinpah los buenos ratos que me hizo y me hace pasar cuando reviso alguna que otra de sus películas.

Este comentario escrito más con el corazón que con la cabeza pretende ser un homenaje a un hombre que no se llevó bien con quienes le pagaban sus películas. La historia cuenta que terminó colgado de drogas y alcohol y que si alguna vez se sintió feliz fue en México, que es un país escenario de algunas de sus mejores películas como Grupo salvaje y Quiero la cabeza de Alfredo García.

Señas de identidad en el cine que nos dejó es su amarga reflexión sobre la amistad masculina y su recreación de la violencia, tiroteos, combates que ralentiza a cámara lenta y que se convirtieron en sellos de su autoría, en escenas típicamente Peckinpah por muy imitadas que hayan sido desde entonces.

Los que disfrutan con cine que no entienden ni los dioses deberían ver un poco más el trabajo de cineastas como Peckinpah. Si alguna vez tomó valor eso de cine de autor (me produce ronchas el término pero se escribe para que se hagan una idea clara de a donde quiero ir) fue con directores como el tío Sam. Es imposible no reconocer su huella cuando se ve alguna de sus películas. Ese tipo endemoniado tenía estilo. Ese puñetero alcohólico y drogadicto era un autor.

Saludos, spasiva, Sam, desde este lado del ordenador

Escribe una respuesta