Se acabó lo que se daba

* Fallece el escritor y político ruso Eduard Limónof, personaje al que conocí a través del libro de Emmanuel Carrere, a quien confieso que sigo desde los tiempos de El adversario aunque su consagración viniera, precisamente, con el retrato que hizo de este excéntrico personaje, fundador del Partido Nacional Bolchevique, emigrado a los Estados Unidos de Norteamérica y guerrero en el conflicto de Los Balcanes. No he vuelto a leer el libro, ni siquiera lo tengo en casa, pero sí que lo he regalado en bastantes ocasiones porque sí que recuerdo que su lectura me resultó apasionante. No sé lo que ocurriría sí lo hiciese hoy. Es probable que me encontrara con otra cosa pero eso no deja de que sienta la ausencia de Limónof. Más en unos tiempos tan raros, raros, raros, como los que vivimos.

* Se habla de Los ojos de la oscuridad, del escritor norteamericano Dean R. Koontz porque en ella predijo, dicen los medios, la dichosa pandemiapandemia que ha envuelto al planeta en esta película de ciencia ficción en la que nos encontramos. Ciencia porque se trata de un virus que nos ha puesto en jaque a todos, y ficción porque no termino de creerme esta situación. Esta rutina diaria que me he impuesto a raíz del Estado de Alarma.

No he leído el libro de Koontz ni creo que lo haga. He leído alguna cosa sueltas, cuentos y si no recuerdo mal alguna novela. También he visto adaptaciones cinematográfica de sus libros pero no termina de convencerme Koontz ni los productos que ha generado.

* En cine se adelantan los estrenos por la red mientras el sector del libro en España anuncia la debacle. Se paraliza el lanzamiento de novedades así que pocas serán las presentaciones cuando todo esto termine por si termina. La pregunta es ¿terminará?

* Mientras paseo a la perra, porque paseo a la perra por las calles de Santa Cruz de Tenerife sin tráfico y apenas peatones, pienso en mis cosas mientras no dejan de llegar mensajes al móvil. Lo siento vibrar dentro del bolsillo porque he terminado de bajar el volumen. Demasiados silbidos, musiquilla electrónica, cosas de esas.

La perra se detiene a mear y defecar, en ese orden, y mientras recojo la mierda con una de esas bolsitas de basura perrunas, se me hace un poco difícil sostener el aparato entre las manos porque llevo guantes para lavar la ropa y una capucha sobre la cabeza. Solo me falta una mascarilla pero en la farmacia ya me dijeron que ‘ay, mi niño, de eso ya no nos queda’. Me da la impresión que la que me atendió lo dijo con un tonillo de ‘olvídese de eso, olvídese…’ y la verdad es que casi me había olvidado salvo cuando comencé a escribir estas líneas.

* En el edificio que habito sé que los vecinos están vivos porque veo luces si me asomo por la noche a la ventana que da al patio interior y escucho la televisión y el olor a café por las mañanas y el de comida al mediodía… Pero no los veo, no están, es como si los que me rodean se hubieran transformados por el puto virus en fantasmas. Pero fantasmas eran antes también, pienso. Y sí, es así, pero me los tropezaba en las escaleras o en el descansillo. Ahora no. No se les ve pero sé que están.

Me pongo a pensar en novelas y cuentos que tratan esto de una pandemia y recuerdo el cuento de Edgar Allan Poe, La máscara de la muerte roja y un novelón de Stephen King que leí con el nombre de La danza de la muerte y más tarde con el de Apocalipsis, una versión ampliada del mismo autor. Recuerdo que me encantó La danza de la muerte pero que no aguanté Apocalipsis, donde responsabiliza a una enfermedad de cómo deja de devastado el mundo que habitan sus protagonistas. Los buenos y los malos. Quizá sea una de las novelas más religiosas del escritor, quien se inspira en El señor de los anillos para dar su versión norteamericana.

* Alguien ha puesto música electrónica a todo trapo en una de las viviendas de la calle. Y no, no se trata de los evangelistas que, antes de la crisis del Covid-19, cantaban canciones loando a Dios los viernes por la tarde y domingos por la mañana. En aquellos días donde uno podía circular libremente por las calles y avenidas de la ciudad, un Santa Cruz de Tenerife que por fin murió de soledad, más de un vecino se había asomado a la ventana para mandar a callar a los feligreses de esa iglesia que dirige un reverendo sudamericano con barriga generosa, pero ahora no hacen lo mismo con ese espontáneo que sacude la calle con ruido más que música electrónica. Solo falta que ponga reguetón aunque la cosa ha ido a peor, como el contagio del bicho, ya que tras el concierto electrónico suena ahora el Lucha canario interpretado por Los Sabandeños. Algún imbécil o imbécila (¿se escribirá así?) incluso se ha puesto a aplaudir en una de las ventanas del edificio de en frente.

* Hablo con la familia y los amigos, consulto facebook y me toco todos los días la frente por si acaso. Tengo a mi lado El Decamerón, libro al que recurro por consejo de Julio Llamazares y aprovecho para terminar con novelas que llevaban cubriéndose de polvo desde hace unos meses. Por las noches me siento a ver películas, unas cuantas que saqué de la Biblioteca no valen mucho la pena aunque cuento con un buen arsenal en mi particular videoteca. Es más que probable que esta noche me vaya al lejano oeste con Río Bravo, que siempre que la veo me pone de buen humor.

Saludos, colorín colorado…, desde este lado del ordenador

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