Simpatía por el diablo

Justo delante de donde resido se encuentra en los bajos de un edificio el templo de una iglesia evangélica a la que había olvidado por completo durante estos más de dos meses de confinamiento. Ahora y en plena desescalada a la nada me había olvidado por completo de ellos porque el silencio que se respiraba en la capital tinerfeña aquellos días de encierro daba miedo, casi fue como si de repente me hubiera convertido en el protagonista involuntario de una película de ciencia ficción.

En fase 1 o 2 que ya he perdido la cuenta, la ciudad ha vuelto a llenarse de gente y hay más tráfico. Ahora tengo que mirar a un lado y al otro de la vía antes de cruza por si viene una guagua o un automóvil. La idea es que por un descuido la máquina no vaya a conseguir lo que por ahora no ha conseguido el puto virus: que me quede más tocado de lo que estoy solo por pensar que estamos como hace unos meses, cuando podías pasar a un lado y al otro de la calle sin apenas mirar a un lado y al otro. También con aquelal vaga esperanza de que no apareciera por la gracia del aire enfermo un policía aburrido que te diera el alto para exigirte explicaciones de tu deambular por la capital fantasma. El encuentro, si se producía, solía terminar con la amenaza de una multa.

En aquellos días aciagos tuve más de un desafortunado encuentro con agentes de la ley que no tenían mejor cosa que hacer que la de poner sanciones a un ciudadano inocente que, como es mi caso, jamás rompió un plato pero en fin… esa es otra historia.

El caso es que el domingo pasado, que fue uno de esos días en el que nos vamos a adaptando a la “nueva normalidad”, sobre las cuatro de la tarde los evangelistas se reunieron en la iglesia (un local que antes funcionaba como tienda de aparatos de sonido) para celebrar la “nueva normalidad” con cantos y sermones que se podían escuchar dentro de la habitación donde estaba.

Soy de los que suele leer en la cama así que pese a estar agradecido a los feligreses por su preocupación de salvar las almas, la buena voluntad se fragmentó al sentir que invandían sin que los invitara mi intimidad precisamente por su empeño de salvar almas que igual no querían que nadie las salvaran.

La cosa se estaba poniendo caliente porque casi parecía que los evangelistas habían decicido salvarnos a todos los de la calle. Por la cara, subieron el volumen de los altavoces así que las proclamas y canciones rebotaban en las paredes de los edificios quien sabe si arrastradas por un puñado de ángeles. O no.

Fue entonces, cuando el predicador que gritaba con gallos que ponían la piel de gallina Señor, Señor, Señor, cuando se escuchó un alarido. Un alarido que no entendí demasiado bien al principio pero que procedía de una de las ventanas de al lado de casa.

“¡¡¡Viva el demonio!!!”

Pero los evangelistas iban a lo suyo, “¡no nos derrotará el coronavirus!”, “¡no nos vencerás Satanás”", a un volumen ya inaceptable.

Otro vecino, quizá animado por aquella invocación al diablo y observando que ni con esas se callaban, advirtió:

“¡Voy a llamar a la policía!”

Y milagro, porque lo de la policía funcionó. Los evangélicos se apresuraron a cerrar las puertas del templo lo que convirtió lo que antes era insoportable en un murmullo igual de insoportable. Imposible ahora entender lo que decían. Si estaban rezando o cantando.

Me puse a hacer mis cosas con el murmullo de fondo así que pronto me olvidé del asunto.

Sobre las siete llamé a Kala para ir a dar un paseo y cuando salimos a la calle miré en dirección al templo de la iglesia evangélica para ver si estaban de chachara en el portal pero no había nadie. Las puertas de la iglesia estaban además cerradas y con las rejas bajadas.

Con la perra tirando de la correa descubrí de repente que cuando salgo de la casa en muy pocas ocasiones paso por delante del templo ya que casi siempre voy en la dirección contraria aunque todos los caminos llevan a Roma. No lo hago por algo en particular aunque me di cuenta ese domingo de calor, un calor agradable que ya comenzaba a diluirse con la llegada de la noche, que ese grupo de entusiastas evangélicos solo quería salvar almas, con independencia de que uno quisiera o no ser salvado, de lo que ellos llaman la condenación eterna.

Todavía resuena dentro de mi cabeza los chillidos del predicador, un grito tarzanesco, capaz de aplacar a la fiera que llevamos dentro.

“Aleluya, aleluya, aleluya”.

Y esa voz desgañitada que sale por una de las ventana del edificio de al lado:

“¡Viva el diablo!”

Saludos, suenan las piedras rodantes, desde este lado del ordenador

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