El canto del cisne

Billy Wilder además de ser un sobresaliente director de comedias lo fue también de tragedias con resonancias griegas. En El crepúsculo de los dioses (1950) nos sirvió en bandeja de plata su particular homenaje al cine silente a través de uno de sus más grandes astros para contar una historia que rompe todavía hoy muchos moldes. Uno de ellos es que el filme está narrado en off por un muerto. Sí, como lo leen.

El cadáver que flota en la piscina de la gigantesca mansión de Norma Desmond es el de un guionista en horas muy bajas que prestó servicios de gigoló a la que fue reina indiscutible de aquel cine que no supo hablar.

El papel lo interpreta una estrella de los años 20, Gloria Swanson (Chicago, 27 de marzo de 1899-Nueva York, 4 de abril de 1983) y su interpretación, muy gestual, es herencia de un cine que pese a ser mudo todavía fascina a espectadores que podrían ser los bisnietos de una actriz que llenaba las salas de la época solo por aparecer su nombre en los letreros de la salas. Gloria bendita Swanson daba dinero. Mucho dinero.

El público pagaba por ver la nueva película de Gloria Swanson hasta que llegó el sonoro y adiós, como diría Robert Graves, a todo eso. La actriz que vaga como un fantasma por las habitaciones de su mansión en ruinas lo explica a la perfección en el filme de Wilder:

“¡Yo soy grande! Son las películas las que se han hecho pequeñas”.

Como sabe la mayoría, el actor que protagoniza al guionista en El crepúsculo de los dioses es William Holden, y como sabe también la mayoría no se ha revelado desde entonces una visión tan ácida pero a la vez tan piadosa sobre el Hollywood silente, el precio de la fama y ser enterrado en vida por una afición más que objetiva caprichosa en sus gustos y maneras.

La vida de la actriz es fascinante y tiene como debe de tener toda vida que se precie la forma de un círculo. Se introdujo muy joven en una industria que estaba en pañales y vivió desde dentro el proceso que fue haciendo al cine un arte y, ya se dijo, una industria millonaria.

Contó con el apadrinamiento del magnate Joseph P. Kennedy, padre del trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, John F. Kennedy, y no dejó de rodar películas a medida que pasaban los días, los meses y los años. Si la observan, la filmografía de Swanson es extensísima y está cuajada de numerosos largometrajes que han pasado a la Historia del Cine como grandes películas que, lamentablemente, no han sido demasiado vistas por las nuevas generaciones de cinéfilos por ser mudas y en blanco y negro. Dos aspecto, el silencio y la ausencia de colores, que hace que el aficionado se retraiga a pasar el tiempo viendo otro cine. Mucho más puro pero para nada ingenuo que el actual, que es ese que tras los meses de confinamiento llega a la gran pantalla si no lo impiden las dichosas plataformas.

Entre otras tantas, la Swanson, porque a Gloria Swanson debe de añadírsele el artículo ‘la’ cuando uno se refiere a ella, cuenta con La reina Kelly, una película del año del crack de la bolsa, 1929, que dirige un actor y cineasta que también estuvo vinculado a Billy Wilder, Erich von Stroheim, y artista que hace de leal mayordomo de Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses, un cinta que como pasa en otras ocasiones (y no raras por cierto) cierra –se insiste– el círculo perfecto de una vida tan repleta e intensa como la que retrata este hermoso homenaje al gran Hollywood, ese que no supo hablar pero sí narrar historias a través de la imagen.

Como dice Desmond/Swanson en el filme, en aquel cine mudo con tanto mundo: “¡No necesitábamos diálogos, teníamos rostros!”

Y qué rostros.

Gloria Swanson.

Saludos, saludos, saludos, saludos, desde este lado del ordenador

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