Dejad que los locos se acerquen a mi

En una entrevista que mantuve hace tiempo con Kiko Amat, presentaba en Tenerife la novela Antes del huracán, explicó que había nacido en un barrio próximo a un psiquiátrico por lo que se había acostumbrado a convivir con sus pacientes, la mayoría con derecho a salir a la calle. Fue un momento interesante. Le recordé a Amat que aquí en Santa Cruz pasaba algo similar. La capital tinerfeña cuenta con un hospital psiquiátrico y la población ha asimilado como vecinos a los enfermos a los que el centro les abre la puerta de la calle para que den un paseo, transiten por la ciudad y se mezclen como uno más entre una ciudadanía que cada día está perdiendo un poco más la cabeza.

El hecho de que convivamos locos y cuerdos es un grado en una capital de provincias que se empeñó en mirar a la montaña y no al mar. Creo que también define al carácter de sus habitantes al convertirse en costumbre contemplar a un tipo soltar gritos por la calle como si le fuera la vida en eso mientras cruza a tu lado como si no existieras.

El hecho de que uno reaccione como si nada (más allá está el que se pone a dar saltos como si de un karateka se tratara mientras el gato negro que lleva atado a una correa lo observa sin apenas despeinarse) delata a los que vivimos aquí de los que no. Estos últimos pegan un brinco y se ponen a la defensiva cuando un loco o uno que se hace el loco pasa a su lado. No están acostumbrados a ver gente gritando sin motivo aparente o durmiendo la siesta en la entrada de un garaje abandonado.

El martes pasado, mismamente, me tropecé en el parque Viera y Clavijo –que es ese entorno que ahora quieren transformar en el Museo Rodin– con uno de los indigentes que duerme allí a la intemperie en uno de los bancos que miran al pequeño parque infantil tirado en el suelo mientras unos y otros paseantes pasaban a su lado como si nada.

Vale que estamos curados de excentricidades pero ver aquello me preocupó porque el señor estaba literalmente paralizado en el suelo. Me arrodillé a su lado y le pregunté si le pasaba algo. Si tenía que llamar al hospital pero me dijo con una voz bastante gangosa que no. Le pregunté si deseaba que lo sentara en el banco que le sirve de cama y asintió con la cabeza. Le di la mano e intenté la maniobra de que se pusiera en pie pero no hubo manera. Pesaba demasiado. Por fortuna vinieron en mi ayuda una pareja que deberían de estar estudiando enfermería. La más volcada era la chica, que no dejaba de hacerle preguntas al hombre que entre los tres habíamos sentado ya en su sitio, pero por sus ojos uno apreciaba que no se enteraba demasiado de lo que estaban contando.

No sé como quedó la cosa porque me despedí de aquellos samaritanos rumbo a casa. La chica me recordó que no dejara de lavarme las manos cuando llegara a mi destino.

No vi en mi deambular ramblero, con la perra dando saltos detrás, al indigente con las piernas repletas de llagas ni a la señora pelirroja que viste de manera extravagante y que siempre que me ve me despide con “un adiós, señor” no sé si con ganas de que se entere todo el barrio. El caso es que uno les coge cariño y que los echa de menos cuando no me los tropiezo en los largos paseos que doy por esta ciudad en la que cuerdos y locos se confunden.

Si no, ya me dirán qué parece esa chica o ese chico que va hablando solo por la calle, gesticulando con las manos… hasta que descubres que mantiene una conversación con el manos libres.

Forman parte del paisaje de esta capital chiquitita pero con pretensiones de gran ciudad. De cateto con título universitario que los hay y a montones. Noto en falta, sin embargo, a uno de mis locos. Un tipo que iba con muletas, más o menos aseado y que cuando me veía además de pedirme dinero me llamaba “señor juez” porque debía de recordarle a uno, imagino. Me enteré el otro día que ya no estaba entre nosotros, que se mató accidentalmente cuando se cayó en las escaleras de su casa y el cráneo se le partió en uno de los peldaños.

Ruego a los dioses que no sufriera, que no agonizara mientras esperaba a que algún vecino entrara o saliera a la calle y lo descubriera allí tirado, en medio de un charco de sangre.

Me dio una tristeza infinita porque pese a que no conociera su nombre formaba parte del paisaje de una capital de provincias cada día un poco más sucia, desordenada… descuidada.

Seguiré escribiendo sobre todos ellos, los locos y los que se creen cuerdos porque si no exploto lo poco que me queda ya de memoria reventaría. Por dentro y por fuera. Me resulta curioso como nadie, o casi nadie, se ha hecho eco de todos ellos en su literatura o su cine claro que, tanto la literatura como el cine viven al margen de la realidad grisácea en la que nos movemos. Transitamos… Nos cubrimos con una piel que endurece nuestro corazón ante las miserias humanas que desfilan todos los días ante nuestros ojos y hacemos como si no existieran. Como si formaran parte de otro mundo, de otro lugar… Es una manera de evitar la verdad, que ellos, los que llamamos locos, son nosotros y que nosotros somos ellos.

Llegó a la plaza de la Paz y escucho el alarido del tipo de cabello y barbas blancas como la de un profeta. Ese chillido que suelta no sabe a lamento sino a vómito. Se trata de un ahggg más próximo a la arcada que al grito que uno suelta para liberarse.

Yo creo que lo que quiere decir es que “de ellos es el reino de los cielos” pero quién demonios lo sabe…

Saludos, aghhhh, desde este lado del ordenador

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