Cuando desperté… Charlot todavía estaba allí

“Charles Chaplin es, sin duda alguna, un gran artista. Siempre representa al débil, al pobre, al indefenso y al joven algo torpe a quien, sin embargo, las cosas terminan por salirle bien. Pero ¿piensan que en este papel se ha olvidado de su propio ego? No, ya que siempre se representa a sí mismo, tal como era en su juventud. Es como si no pudiera desprenderse de los recuerdos del pasado y que, hasta el día de hoy, obtuviera para sí la compensaciones por las frustraciones y humillaciones que sufrió en aquel período de su vida”.

(Sigmund Freud sobre Charles Chaplin y su Charlot)

Durante un tiempo estuvo de moda entre la cinefilia casposilla elegir entre Chaplin y Keaton para entregar la corona sin brillantes de la comedia silente y más tarde la que también se pudo oír. En un sistema donde la monarquía no existe porque es republicano por definición, nunca me decanté ni por uno ni por el otro ya que entendí que el cine de Buster frente al de Charles además de geniales eran muy diferentes en cuanto a historias y en cuanto a cálculo y composición de los gags. No dejo atrás a otros grandes nombres de la comedia sin sonido como fueron Harold Lloyd, Harry Langdon y Fatty Arbuckle entre otros gigantes, otros reyes (vamos a vacilarnos) sin corona cuando el cine aún no había aprendido a hablar.

El caso es que el cine de Charles Spencer «Charlie» Chaplin (Londres, Inglaterra, Reino Unido; 16 de abril de 1889-Corsier-sur-Vevey, Suiza; 25 de diciembre de 1977) queda ahí sin que apenas lo arañe el paso del tiempo. Bueno, sí, es cine en blanco y negro y encima mudo pero todo lo que se ve y provoca una película de Chaplin (incluyo su único filme serio, Una mujer de París), cortos y largometrajes ya como Charlot, es cine en estado puro. Una lección de lo que debe ser este arte que hoy se licua en favor de héroes enmascarados y comedias subidísimas de tono. En fin, lo que hizo Chaplin fue un cine capaz de contar historias a través de las imágenes… Y en un silencio que lo dice todo.

Repesco a veces muchos de sus cortos y reveo algunos de sus largometrajes que me siguen pareciendo conquistas sentimentales que me rompen el corazón. Contemplar al vagabundo de buen corazón que interpreta bajo el disfraz de Charlot (hoy ya todo un icono, sombrero hongo, chaleco, bastoncillo que parece casi de mimbre, bigote igual de ridículo que el de Hitler solo que el de Chaplin era falso) en filmes como El chico, La quimera del oro o Luces de la ciudad me siguen poniendo la piel de gallina o los pelos de punta… o se me eriza algo por dentro cuando suelto la primera risotada que es preludio de las otras que vendrán después. Una risa, ésta, que no tiene nada que ver con otras risas aunque la carcajada se me parezca a la que lanzo cuando veo películas de otros reyes (siempre sin corona) de la comedia silente norteamericana.

Es verdad que la llegada del sonido hizo tambalear al genio y es verdad que cuando se desprendió de su personaje, de aquel Charlot que se metía en líos, se enamoraba de invidentes o era capaz de anteponer su vida para salvar la de un niño, muchos quizá no vean la grandeza de Chaplin en sus películas habladas pero les invito a que recuperen no solo Tiempos modernos (muda en plena eclosión del sonido, la última en la que vistió el traje del desharrapado Charlot) sino otras películas que el paso del tiempo ha elevado a la categoría de obras si no maestras sí como lecciones de cómo hacer buen cine. La lista no es demasiado larga: Monsieur Verdoux (1947) y Candilejas (1955), esta última un emocionado homenaje a los cómicos que como él dejaron de prestar servicio con el paso irremediable de los años.

A propósito de Candilejas, Orson Welles, que a veces hablaba demasiado sin pensarlo dos veces antes, propagó la leyenda de la rivalidad entre dos emperadores de la comedia silente: Chaplin y Keaton. O Keaton y Chaplin, al tiempo que procuraba manchar el nombre del que interpretó al vagabundo melancólico afirmando que cortó planos en los que aparecía Pamplinas, que así se conoció a Buster Keaton en esa España que se nos perdió hace tiempo.

Recuerdo, unos pocos años después de que este país en el que nací y vivo estrenara esa democracia que los hunos y los hotros se han empeñado en no dar crédito, en revisar lo que fue una Transición que con sangre, sudor y lágrimas, construyó el espacio común en el que hoy transitamos, ver en un cine, en pantalla grande. El largometraje El gran dictador (1940), sí, esa misma en la que Chaplin hace doble papel: Adenoid Hynkel (trasunto de Hitler) y un soldado judío, ahora barbero en la capital de Tomania, que como en El prisionero de Zenda, se hace pasar por el loco de Hynkel para pronunciar al final de la película uno de los discursos más hermosos a favor de la democracia que se han dado en eso que conocí como cine.

El caso es que pude ver El gran dictador no sé cuántos años después de que muriera ese otro dictador que descansaba hasta el día de ayer en el Valle de los Caídos. Un dictador de cuyo nombre no quiero acordarme y que como todos los dictadores tuvo siempre miedo a la risa. Que prohibiera a los españolitos que vienen al mundo que vieran El gran dictador solo se explica, como me dijo alguien al que quise con toda mi alma, porque el trabajo de Chaplin se parecía mucho a él… aunque en la película el dictador tiene una voz bronca que espanta incluso a los micrófonos que tiene instalados en la tarima y cuando está a solas aprovecha para jugar mimosón con el globo del mundo.

Charles Chaplin se convirtió interpretando a un vagabundo en uno de los hombres más ricos del cine norteamericano. Su alcance fue tal que trascendió las fronteras de ese gigantesco país y hoy uno lo puede ver en toda clase de cosas. Sea una taza, un figura de porcelana, una imagen de camiseta, un plato…

Su popularidad, para que me entiendan, fue tan inmensa que aún hoy sigue estando aquí, aunque durante casi toda su vida profesional fue investigado por el FBI porque sospechaban que detrás de aquel actor multimillonario se escondía un comunista. Y claro, comunista, comunista como que no…

Esa Norteamérica repugnante y racista que hoy encarna Donald Trump, lo puso en la picota y quiso poner fin a su influjo con multas de Hacienda, acusaciones de rojo y ventilar sus gustos sexuales que ayer ni hoy resultan políticamente correctos.

Esto y otras cosas obligaron al hombre al exilio, exilio donde rodó las dos últimas películas de su vida. Filmes que mejor haber archivado aunque se traten de obras del legendario Charles Chaplin.

Un rey en Nueva York (1957) no funciona porque fue hecha con resentimiento y La condesa de Hong Kong (1967) sonroja porque nadie se cree a Marlon Brando y Sofiia Loren en esta comedia que quiso ser alta comedia…

Pero al margen de estos dos fracasos, de estas dos sombras en la carrera de un hombre que llevó literalmente el cine en las venas, Chaplin como su buen amigo Einstein fue y es un genio. Lo de genio explica que su cine siga igual de fresco que hace un millón de años… que sus películas, vueltas a ver, me sigan haciendo llorar y reír.

Me gusta Chaplin y aún admitiendo que Sigmund Freud a quien ni pudo conocer personalmente cuando llegó de gira a Viena tuvo razón con su perfil… qué demonios, sigue siendo para este republicano que ama la bandera tricolor un rey con todas sus letras.

No hagan caso de los impostores, de aquellos que pretenden comparar su genio con el de otro genio de la comedia silente. Ya saben a quien me refiero. Al cara de palo, a Pamplinas, al que casi nunca rió en sus películas… A Buster Keaton.

Y es que cuando desperté… Charlot todavía estaba allí.

Saludos, riamos, riamos, riamos, desde este lado del ordenador

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