El crimen de los Alexander

Félix Ríos y Román Morales acaban de publicar un extenso y pormenorizado estudio que con el título de La matanza de los Alexander. El crimen del siglo, arroja luz en torno a un asesinato que se produjo en la calle Jesús Nazareno de la capital tinerfeña en diciembre de 1970 y que a mí, al menos, me marcó cuando era un renacuajo. El libro se puede conseguir escribiendo a losalexanderlibro@gmail.com.

Tuve la obra en mis manos y puedo asegurar a los interesados en estas cosas que da un retrato bastante fidedigno de la matanza ya que reconstruye lo qué pasó utilizando documentos policiales, jurídicos y forenses del caso. Un caso, ya dije, que todavía me conmociona.

El crimen forma parte de una de las zonas oscuras de esta capital de provincias a la que tanto le gusta vivir de puertas adentro y que solo sale a la calle cuando llegan los carnavales. Ahora en junio, no les digo nada.

Aún vistiendo pantalones cortos pero sin tener la chupa en la boce, me daba escalofríos pasar por delante de la casa, intentando desde entonces comprender cómo se pudo cometer tanto salvajismo. El caso es que con aquella edad y probablemente cuando salía uno de una función del cine Rex, los amigos nos dirigíamos a un establecimiento de perritos calientes que estaba situado justo en frente de la casa del crimen.

Aquel sitio era el único de la ciudad que por aquel entonces le ponía mayonesa, además de ketchup y mostaza, al bocadillo de pan blando y salchicha hervida y aunque nunca fui un entusiasta en echarle mayonesa al perrito, la gente con la que estaba consideraba aquello como una exquisitez de la comida basura.

No me iba ni me sigue yendo que un perrito caliente lleve mayonesa. Pero que el puñetero perrito donde se la ponían en la noche de los tiempos estuviera justo delante de la casa donde sucedió el espantoso crimen dio pleno al 15 para que me gustaran menos. Y que no me hiciera demasiada gracia cuando uno salía del cine, que también podría ser el Teatro San Martín, para refugiarnos allí con el objetivo de comer aquello que decían que era tan delicioso.

Recuerdo que salía a la calle con el perrito con mayonesa entre las manos y que me apoyaba en el muro y me quedaba contemplando el edificio donde sucedió el triple asesinato. Miraba el segundo piso, ahora sé que no fue en el segundo sino en el primero, y allí estaba esforzándome en imaginar el horror mientras la mezcla de mayonesa, ketchup y mostaza llegaba hasta mi nariz provocándome arcadas. Entraba entonces en el local y le pedía a la señora que me pusiera más cebolla.

La idea era que la cebolla le quitara el gusto a la combinación pero me temo que ni con esas porque salvo esa vez y unas dos o tres más, no volví por aquel dispensador de perritos calientes.

Un sitio que ya no existe, ha terminado por ser devorado por la evolución (o mejor, involución) de una ciudad cada día más sucia y empeñada en multar a sus habitantes por ensuciarla aunque la razón de peso, la que me decía que evitara aquella calle era el espantoso crimen que sucedió a finales de 1970.

Que lo que pasó entonces todavía me sigue afectando lo demuestra que baje la cabeza cuando camino arriba o abajo por delante de ese edificio que aloja en uno de sus lados una mercería que lleva el nombre, ¿caprichoso simbolismo?, de El Escudo. Recuerdo que cuando era pequeño, igual rayando la edad del pavo, la inquietud era tan poderosa que cuando circulábamos con el coche de mi padre por aquella vía me escondía debajo del asiento hasta que estuviéramos en otra parte.

Oleadas de pánico me secuestraban. Miedo por lo que había sucedido allí dentro y no, por Dios, por lo perritos calientes con mayonesa.

Ahora suelo transitarla con cierta frecuencia y las sensaciones, más atenuadas es verdad, me asaltan inevitablemente. Ayer mismo, por ejemplo. Miré la fachada del edificio y casi escuché el eco de un asesinato del que ahora se tiene la certeza que las víctimas “no ofrecieron resistencia” mientras padre e hijo ponían fin a sus vidas creyendo que las tres mujeres habían sido poseídas por el diablo.

Hace unas semanas tuve la oportunidad de hablar del crimen con uno de los autores del libro, Román Morales, y la criminóloga Paz Velazco. Se habló esa tarde y mucho de “psicosis compartida”, un concepto que prácticamente nació con este brutal asesinato en el que la familia participó con tan escalofriante resignación.

Con el paso del tiempo y con el crimen sepultado en las páginas ya amarillentas de la prensa de la época, pensaba que aquel fantasma que terminó por provocarme pesadillas había desaparecido de mi memoria pero estaba, como en otras muchas cosas más, equivocado. La pesadilla sigue estando agazapada en algún rincón de mi cabeza, en estado larvario, sí, pero dispuesta a activarse ante el más mínimo estremecimiento.

Alguien me comentó que Frank, el hijo, que ahora vive en algún lugar de Alemania, regresó a las islas veinte o treinta años después de aquellos hechos. Román Morales no tenía noticia de ello pero me dije que sería un eficaz principio para esa novela inspirada en el asesinato que nunca escribiré. Es como si llevara la historia por dentro, como si los demonios que convoca no quisieran que los desahogara con un relato que nunca sabrá reproducir el horror de un crimen que la prensa de la época acuñó como “del siglo” y que conmocionó no solo a la sociedad canaria y española de aquel tiempo sino también a la alemana que residía en las islas. También en su país.

Hay una foto del juicio celebrado en la capital tinerfeña que ilustra bastante bien el estado mental de aquellos dos individuos. Están sentados, vigilados por dos policías (los grises, que se les decía entonces). Uno de los agentes mira con algo de recelo al objetivo de la cámara que centra su atención en padre e hijo, ambos esposados. La mirada del padre parece ida. El hijo mantiene los ojos muy abiertos, la tensión hace que estire el cuello y parezca, y lo fue, un desequilibrado.

Ya no es miedo lo que me da cuando me acerco a este caso, y mucho menos un morbo mal digerido. Es una mezcla confusa entre lo que recuerdo de una niñez y adolescencia relativamente feliz y de un crimen que de alguna manera empañó aquel ambiente hasta entonces de un blanco inmaculado.

Es como si de repente el mundo hubiera perdido color, o los colores se mezclaran y resultara muy difícil identificarlos. Es probable que ese caos sea lo que me quita el sueño. También el hecho de saber que a veces, solo a veces, los sueños dejan de serlo para convertirse en pesadillas. Y este caso, ya ven, en mi caso se ha convertido en eso, una pesadilla.

Saludos, temblor, desde este lado del ordenador

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