Como polvo en las alas de una mariposa

“No te pido que me ames siempre como ahora, pero te pido que recuerdes. En algún lugar dentro de mi siempre estará la persona que soy esta noche”.

Ernest Hemingway, que cuando no estaba dando puñetazos sacaba su alma de poeta, describió el talento de Francis Scott Key Fitzgerald (Saint Paul, Minesota, 24 de septiembre de 1896-Hollywood, California, 21 de diciembre de 1940) como “polvo en las alas de una mariposa” y algo hay de eso en el genio del escritor que fue la voz de una generación, la del jazz, y uno de los más destacados representantes de la generación perdida, término que acuñó en su retiro de país Gertrude Stein, y etiqueta que acompañó a un grupo singular de escritores norteamericanos que no tenían raíces, jugaban con el idioma y escogieron París como la ciudad en la que vivir una juventud que pensaron sería eterna durante una década, la de los años 20, en la que las mujeres comenzaron a darse codazos para decirle al mundo como flappers que ahí estaban ellas, que ya nada iba a ser como antes.

En este escenario, se movió Scott Fitzgerald, un escritor al que el éxito le llegó demasiado pronto con A este lado del paraíso, novela en la que cuenta la iniciación de un aplicado estudiante universitario, Amory Blaine, en la ciencia nunca exacta del amor.

El escritor vivió con Zelda Fitzgerald, una adorable chica del sur que cuando cambiaba de carácter se convertía en un terremoto, los mejores años de “nuestras vidas” y escribió unas cuantas novelas que le abrieron los ojos no solo a los jóvenes de su tiempo sino a los que vendrían después.

Siento aprecio y un profundo agradecimiento por la mayoría de los escritores que formaron parte de esta generación, pero siento especial debilidad por Scott Fitzgerald porque fue una especia de outsider dentro de ese grupo que integraban hombre de pelo en pecho como el autor de El viejo y el mar, o tipos de izquierdas que tras la experiencia de la guerra de España se fueron al otro lado de la balanza sin dejar de ser en ningún momento excelentes narradores como John Dos Pasos, entre otros.

En contra de lo que era natural, me inicié en la literatura de Fitzgerald leyendo Hermosos y malditos, que sigue el curso de un grupo de amigos y amigas universitarios que son, como dicta el título, hermosos, sí, pero también malditos.

Más tarde leí, o mejor, devoré que se escribe así para aquellos cretinos que quieren imponer sus reglas, El gran Gatsby, que sigue siendo no sé si la mejor pero sí que la novela más popular del escritor norteamericano, y que ha sido llevada que ahora recuerde en tres ocasiones al cine con resultados digamos que irregulares, aunque la versión de Jack Clayton con guión de Francis F. Coppola e interpretación como Jay Gatsby de Robert Redford marque un antes y un después en el revival de los años 20 que vivimos unos cuanto a finales de los 80, imitando aquellas fiestas regadas con champán mientras nos hacíamos pasar por filósofos con el corazón roto.

Después vino la lectura de su primera novela, A este lado del paraíso, la inconclusa El último magnate, que cuenta con una versión cinematográfica dirigida por Elia Kazan y que debería ser como un libro a lo Santo Grial para todo cinéfilo que se precie y Suave es la noche, que es su novela más generosa en páginas y me atrevería a decir que triste.

La historia está inspirada en la propia vida del escritor, ese amargo momento en el que tuvo que internar a su esposa, Zelda, en un sanatorio porque se le había ido la pinza.

No dejó, que ahora recuerde, otras novelas pero sí que nos legó un numeroso puñado de cuentos y algún que otro ensayo que los que aún sentimos devoción fitzgeraldiana leemos caigan o no relámpago. Les recomendaría que se leyeran Las historias de Pat Hobby, o las desventuras de un guionista sin demasiada suerte en Hollywood, Flappers y filósofos y Cuentos de la era del jazz, entre otras recopilaciones que muestran el talento que tuvo el escritor para adentrarnos en una época muy cercana, pese a los años que nos separan, de la nuestra…

Tras internar a su esposa en un hospital para chalados e intentar buscarse la vida como guionista en Hollywood con resultados catastróficos, solo aparece acreditado en un largometraje, Tres camaradas, aunque colaboró sin aparecer su nombre, en el libreto de Lo que el viento se llevó, Fitzgerald conoció a una periodista de chismes, Sheilah Graham con la que vivió los últimos años de su vida.

La versión de esos días la reflejó Graham en Días sin vida, que fue llevada al cine con Deborah Kerr, en el papel de la periodista chismosa y Gregory Peck en el del escritor, y en ella se nos describe el ocaso de una estrella que ya no reconoce nadie y su descenso a los infiernos hollywoodienses, donde todo el mundo se cree capaz de cambiar, modificar, lo que escribe aquel vejestorio llamado Scott Fitzgerald.

Esta humillación, el hecho de verse sin una cuenta bancaria que garantizara su estabilidad financiera y el abuso del alcohol fue minando la salud mental como física de un autor que no tuvo que haber tenido el final que se lo llevó al otro barrio. Ese mismo barrio en el que nos encontraremos todos un día de estos.

Pese a los esfuerzos de Sheila Graham, Fitzgerald solo tuvo una mujer en su vida, y esa mujer fue Zelda, con la que además tuvo una hija, Scottie, que fue como un sol en aquella relación que terminó por deteriorarse y que Hemingway ya vaticina su fin en París era una fiesta, que a mi me parece uno de los mejores libros del escritor aunque no sea ni un cuento ni una novela de ficción.

El autor de El gran Gatsb y animó a su esposa Zelda que escribiera. De hecho, no fue una mala escritora una mujer que, antes de que se le fuera la cabeza, era el alma de las fiestas locas, locas y locas de aquella década que tuvo el jazz como banda sonora.

“Puedes acariciar a la gente con palabras” dijo Scott Fitzgerald, también “Ven, bésame y olvidémonos de todo”, que es una solución infalible para evitar malos encuentros, rollos que se deterioran, aventuras que dejan de volar…

Mi aprecio por Scott Fitzgerald es tan gran que sé que es uno de los míos. Y es que resulta, efectivamente, de los míos. Con él aprendí a observar las cosas con otros espejuelos, dándome cuenta la mayor parte de las veces que todas las épocas son igual y que solo el amor las hace soportables porque Fitzgerald, además de ser la voz que hizo eterna a una generación también fue clave para la que pertenezco… Vivimos un tiempo que nos hizo creer que el mundo sería nuestro y nos levantamos tiempo después es un escenario que poco o nada tenía que ver con aquella felicidad que marcó nuestra existencia.

Nadie le dijo a la generación de Scott Fitzgerald como a la que pertenezco que así, con la rapidez de un chasquido, se nos iría tan pronto la juventud, la vida… Y que lo que somos es tan solo un soplo o, como escribió Hemingway, el polvo en las alas de una mariposa.

Saludos, llueve, desde este lado del ordenador

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