Tres gigantes en un mismo Periplo

Todavía faltan tres jornadas para que la décima edición del Festival Internacional de Literatura de Viajes y Aventuras, Periplo, del Puerto de la Cruz, concluya pero si hago repaso a los momentos vividos desde el lunes pasado que fue cuando se dio el pistoletazo de salida, si hay dos invitados que me han dejado una huella imborrable en el corazón han sido Kabwende Nsungu Gori, al que se conoce como Elvis, Ana Griott, pseudónimo artístico tras el que se encuentra una mujer que ha hecho de contar cuentos un arte y el escritor y poeta Benjamín Prado.

Kabwende Nsungu Gori, Elvis, es un chaval de 24 años que nació en un país que se encuentra en el corazón de África, la República Democrática del Congo, y con solo trece años decidió recorrer mil kilómetros de nada, o de mucho mejor dicho, para encontrarse con sus orígenes. Más tarde, y por todos los medios de transportes a su alcance, cruzó medio continente para llegar a Marruecos donde le habían dicho en una de sus escalas de trayecto que ahí se tenía acceso a la educación gratuitamente. El libro está escrito con un estilo bronco, sin florituras descriptivas, y es un relato que pone los pelos de punta, sí, pero también da esperanza ya que muestra que como especie no estamos perdidos del todo. Que somos capaces de tender una mano, de ayudar a los desfavorecidos.

En su larga intervención, un monólogo que dictó en un español que carecía del ronroneo de las erres, Elvis se emocionó al recordar una infancia en la que no conoció a su madre porque falleció cuando lo tuvo de parto y en la que su padre, alcohólico, lo odió porque lo responsabilizó de haber matado a su esposa. Al final, quien lo cuidó siendo pequeño fue su hermana, con quien aprendió a robar para comer y para vender lo robado con el fin de ganar algo de dinero con el que comer.

El libro lleva el título de Lo que la noche le debe al día, está publicado por Milenio, y contiene más de 300 páginas que se leen en nada. No hay humor, ni ironía, y sí el itinerario de una tragedia que se lleva con la cabeza muy alta. Tuve la oportunidad de conocer a Elvis, también la de entrevistarlo en Periplo aunque al final lo que iba a ser una conversación se convirtió en un largo monólogo en el que este muchacho que ama el frío resumió esa vida que desgrana con muchísimo más detalles en su biografía. Una biografía que parece de película o más bien a una versión moderna del Lazarillo de Tormes porque el muchacho, que salió de su país con lo puesto y sin pasaporte (“ni sabía que era eso”), cambiaba de nombre y de nacionalidad a medida que cruzaba las fronteras para alcanzar su sueño.

Conversé con Elvis antes y después de su intervención y además de transmitir cariño, la necesidad de protegerlo de más agresiones externas, sorprendía por la madurez de sus ideas, el compromiso de regresar a su país cuando termine su formación y hacer todo lo posible porque las cosas cambien en su provincia, provincia que no se siente parte de esa República Democrática del Congo que heredaron de los belgas.

Escribo estas líneas emocionado por haber conocido a este muchacho, delgado como un cangallo y que sabe hablar no sé cuántos idiomas porque muchos de ellos, sobre todos los europeos, los aprendió viendo vídeos de YouTube. En fin, que la vida de Elvis es una lección de vida y su libro un texto que recomendaría que leyeran los jóvenes que tienen la edad de cuando partió en su aventuras, trece añitos, como cuando la culminó, dieciséis. Es decir, una infancia y una adolescencia perdida ya que tuvo que aprender a ser mayor cuando todavía era un niño.

Elvis, Kabwende Nsungu Gori, cumple este lunes, 24 de octubre, otro de los sueños que lo animan a seguir adelante. Deja la capital grancanaria donde hizo un máster de Relaciones Hispano-Africanas en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria para estudiar en Bilbao otro máster. Le dije que allí hace en invierno mucho frío e hizo un amago de sonrisa. Una sonrisa que quiero ver sin demasiado asomo de tristeza, y me respondió que estaba encantado, que además de estudiar quería pasar frío, mucho frío.

La otra persona que supo llegar a mi corazón y a mi cabeza en esta décima edición de Periplo se llama Ana Griott, que es el nombre de guerra que emplea cuando cuenta cuentos ya que el que figura en su carnet de identidad es el de Ana Cristina Herreros Ferreira, una mujer leonesa que tiene un corazón muy, lo que se dice muy grande.

Lo de grande se escribe porque donde aparece esta mujer que me enseñó la grandeza de ser un matriota y no un patriota es que todo lo ilumina a su alrededor. Además cuenta muy bien las historias y su implicación por las causas en las que se mete de cabeza no resulta impostada sino verdadera.

Ana cuenta además con un currículum que hace que uno se pregunte qué diablos ha hecho en la vida y no para, tanto, que a veces me preguntaba cuando la veía irrumpir como un elefante por una cacharrería en ambientes de silencio, cuándo descansa esta mujer que los tiene lo que se dice muy bien puestos. En cuanto a su trabajo antes de lanzarse a la piscina y dedicarse a recorrer África para recopilar cuentos, la sitúan primero en su León natal, una provincia que no es Castilla, y más tarde estudiando la carrera de Filología Hispánica en Salamanca y Madrid. En la capital de España se puso a trabajar en Siruela, a las órdenes de ese mecenas que parece sacado del siglo XVI que es Jacobo Fitz-James Stuart y más tarde recorriendo prácticamente con lo puesto ese ancho mundo donde las abuelas cuentan sus cuentos a los nietos.

En su bibliografía, Ana cuenta de hecho con un libro en el que recoge cuentos de Gran Canaria pero no de Tenerife porque en esta isla, la de Tenerife, funcionamos así… Pero lo verdaderamente importante de esta mujer no es su trayectoria laboral, que también, sino como es como persona, o al menos la persona que nos mostró a los que asistimos a esta especie de religión laica que es la que representa Periplo: luz, luz y más luz.

No pude despedirme de ella ya que vino, trabajó día, tarde y noche para el Festival y se marchó, pero creo que nunca la voy a olvidar porque me tocó una tecla que creía que tenía rota. Pero estas cosas solo pasan en un Festival como Periplo, un encuentro con la cultura que sabe llegarte al corazón y a la cabeza.

Luego estuvo Benjamín Prado, que es un tipo que sabe contar historias y un cachondo. En una cena, dijo una frase que me pareció clave para definirlo aunque cuando la pronunció no se refería a él porque detrás de este gigante, no sé cuánto mide pero es bastante alto, lo hizo para describir a otro, a otro poeta como Ángel González de quien dijo que no buscaba la admiración de los demás sino el cariño de los demás. Y este caballero, este escritor que saca los colores a Marruecos y a España en su última novela, Los dos reyes, despierta como despierta Elvis y Ana, eso mismo: cariño.

Y cariño en un día en el que me he despertado sentimental es que el me irradia muchos de los amigos del comando Periplo,a quien vuelvo a ver cada año por estas mismas fechas. Este, sin embargo, noto muy en falta la ausencia de uno de ellos, un amigo al que considero íntimo y que por razones que no voy a explicar no ha forma parte del público desde el miércoles pasado. Este hermano de Periplo es un lector de verdad, un amante de los libros y de la literatura y uno de los clásicos de un Festival que llevo siguiendo desde hace diez años y al que he visto crecer y desafiar los obstáculos que se nos pone en el camino con la cabeza siempre muy alta. Vamos, que ni ese fantasma llamado Covid-19 pudo frenar su caminante no hay camino, se hace camino al andar. Y camino, no creo que nadie lo ponga en duda aunque siempre haya alguien despistado, es el que se ha hecho en el Puerto de la Cruz. Una ciudad que vive frente al mar y a la que amo como solo un viajero ama el viaje… Por eso y otras cosas más: larga vida a Periplo.

FOTOS: Juan García Cruz

Saludos, se escucha el mar, desde este lado del ordenador

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