Bye Ulu, ciao Tonino, nos vemos un día de estos

MEA CULPA

Cineasta nacido en Bélgica pero naturalizado estadounidense, con la desaparición el pasado 19 de marzo de Ulu Grosbard muere otro de los grandes del cine norteamericano.

Grosbard no disfrutó, ni disfruta aún, del reconocimiento que se merece entre la familia cinéfila que puebla este desgraciado planeta, últimamente más atento a las cinematografías exóticas que a valorar y rendir la justicia que se merece un cineasta que, como Grosbard, sí que cuenta con un discreto grupo de aficionados que cuando lo descubrieron por primera vez reconocieron en su forma de hacer cine un estilo que los idiotas llaman de autor y que los iluminatis  prefieren destacar por su  carácter, personalidad.

Tras rodar Una historia de tres extraños (1968) y ¿Quién es Harry Kellerman? (1971), Grosbard firmó la que, a mi juicio, es una de las mejores películas de su carrera: Libertad condicional (1977), filme en el que repitió con Dustin Hoffman como actor protagonista y que adapta con fidelidad el nervio y la rabia de la primera novela autobiográfica de Ed Bunker, No hay bestia tan feroz.

La película cuenta lo difícil que lo tiene su protagonista, Max Dembo, para reinsertarse en la sociedad tras pasar una buena temporada en la cárcel por una serie de robos cometidos.

Su itinerario, o más bien su calvario para convertirse en un hombre normal y corriente está narrado por Grosbard con pulso y oficio, sin estridencias ni giros dramáticos, casi como si le interesara más profundizar y mostrar lo imposible que le resulta al personaje incorporarse a una vida normal no ya solo por los fantasmas que lo persiguen de su pasado sino también porque se siente como un pez fuera del agua cuando esos mismos hombres y mujeres corrientes a los que quiere incorporarse lo ven con recelo al conocer su historial laboral.

Libertad condicional continúa siendo un título muy vivo pese a su estética setentera –estética que, examinada, puede resultar hasta muy atractiva–  y por un discurso en el que Grosbard omite cualquier tipo de juicio moral.

Se limita a reflejar en pantalla la historia de un hombre que, inevitablemente y por las circunstancias, está condenado a volver a hacer lo mejor que sabe hacer: infringir la ley.

Confesiones verdaderas (1981) se trata, a mi juicio, de uno de las mejores películas de serie negra de los últimos tiempos. Protagonizada por Robert Duvall (que interpreta a un duro policía de la ciudad de Los Ángeles) y Robert De Niro (su hermano en la ficción, un sacerdote católico con crisis de fe), el filme propone una fascinante incursión sobre el bien y el mal que tiene como telón de fondo el brutal asesinato de una prostituta que quizá recuerde a los iniciados al brutal asesinato de la aspirante a actriz Elizabeth Short, más conocida por la prensa de la época como la Dalia Negra cuando su cuerpo apareció desmembrado en un solar de la Meca del Cine en los años cuarenta. Años en los que se ambienta esta pequeña obra maestra que, más allá del horripilante crimen, indaga en las formas de entender y hacer el bien que tienen sus dos protagonistas.

La volví a ver no hace mucho y créanme si les digo que el paso del tiempo no araña un largometraje que tiene múltiples lecturas porque ya sabe a clásico.

Ulu Grosbard cambiaría de registro con Enamorarse (1984), probablemente una de las mejores historias de amor reflejadas en pantalla en los últimos tiempos.

Grosbard volvió a contar una vez más con los servicios de Robert De Niro, quien en esta ocasión se enamora (ya lo dice el título) de Meryl Streep.

En esta película, como en Confesiones verdaderas, logró que me identificara con ese perverso y retorcido sentimiento de culpa que caracteriza a todos los que hemos sido bautizados en la fe judeo y cristiana.

La primera vez que la vi salí profundamente conmovido de la sala.

La segunda, ya en dvd, me harté de llorar.

Ulu Grosbard, que llegó a tocar el cielo con estas tres extraordinaria cintas, firmaría en 1995 y 1999,  Georgia y En lo profundo del océano, respectivamente.

ECCE HOMO

Tonino Guerra fue guionista.

Y escritor.

Y poeta..

Y  responsable de, entre otras películas, de maravillas hechas cine como Amarcord (Federico Fellini, 1973) y prácticamente de lo mejor que todo buen aficionado al cine recuerda de Michelangelo Antonini, un cineasta que pide a gritos una generosa revisión. Más este año, en el que se cumple el centenario de su nacimiento.

Guerra, que falleció este 21 de marzo a la edad de 92 año, también dejó su registro poético y onírico en La noche de San Lorenzo (Vittorio y Paolo Taviani, 1981); Nostalgia (Andréi Tarkovski) y en cuatro películas del cineasta griego también recientemente fallecido Theo Angelopoulos.

Para mí, sin embargo, Tonino Guerra vive para la que considero es la mejor película de Federico Fellini, Amarcord. Muy por encima de las deliciosamente ombliguistas Y la nave va y Ginger y Fred, que también tuvo la osadía de escribir.

Y es que esos recuerdos, Amarcord, tienen de todo.

Humor, tragedia, soledad, ambición, sexo, amor… Adolescencia, estúpido fascismo, glamour

Y pienso, mientras escribo este fúnebre post, en el ciego de la barca que exclama desesperado mientras el trasatlántico pasa frente a la costa de Rimini: “Quiero ver, quiero ver”.

O al veterano camisa negra que ordena a su escuadra darle aceite de ricino a los díscolos con el nuevo régimen: “¡Es que no quieren entender, no quieren entender!”

O a la Vulpina.

O a la estanquera de generosos pechos.

O a la sublime Gradisca, sueño erótico de aquel inolvidable grupo de balillas.

Pero sobre todas las cosas, recuerdo al tío supuestamente loco que se sube encima de la copa de un árbol para gritar desesperado: ¡Quiero una mujer!

¡Quiero una mujer!

Tonino Guerra con el reivindicable Francesco Rosi también colaboró en el guión de Lucky Luciano (¡tiembla Coppola!) y la comprometida Il caso Mattei. Ambas protagonizadas por ese extraordinario actor italiano que fue Gian Maria Volonté.

Y hay más…

Más mientras la nave va…

Va…

Saludos, de un gringo ya demasiado viejo, desde este lado del ordenador.

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