La primera huella del hombre en la Luna
Apenas había venido al mundo cuando el hombre dio un pequeño paso que sin embargo fue un gigantesco salto para la humanidad.
Ese hombre tuvo nombre y apellidos: Neil Armstrong, y aún recuerdo –porque lo tengo grabado al rojo vivo en el disco duro de mi memoria– verlo en blanco y negro cuando pisó, como primer astronauta, un suelo lunar que a partir de ese momento hizo pensar a los que estaban en la Tierra que el futuro, efectivamente, ya estaba aquí.
En aquel entonces aún se respiraba el enrarecido aire de la Guerra Fría y los gringos se habían adelantado, por fin, a los soviéticos en su empeño por alcanzar ese satélite con el que algunos sentimos una extraña comunión.
Fue un momento extraordinario, que viví siendo un niño al que el año 2000 le sonaba entonces a cosa de ciencia ficción.
Digamos así que el pequeño paso de Armstrong acercó un poco más una fecha que representaba en mi imaginario infantil un mundo en el que no existirían las guerras ni las enfermedades.
Un mundo en el que todos seríamos más felices porque habría oportunidades de conquistar otros planetas del universo…
La Luna solo era el principio de lo que prometía ser una aventura apasionante.
El paso de los años conspiró para triturarme aquellos sueños, sueños que durante una feliz época de mi vida alimenté leyendo y viendo películas de ciencia ficción que a medida que me iba haciendo mayor, se tornaron igual de oscuros que mi carácter.
La muerte de Neil Armstrong, probablemente uno de los hombres a los que más he envidiado en lo que llevo de vida por ser el primero que imprimió su huella en la Luna, me golpea así con un inquietante dolor en el almacén de los recuerdos felices que tengo guardado en algún lugar de mi centro de operaciones…
Y me produce escalofríos la tormenta de recuerdos que ha sacudido y que pensaba tenía definitivamente perdidos al leer el anuncio de su fallecimiento.
Entiendan que fui de los que tuvo en su dormitorio el cartel del astronauta con la bandera de los Estados Unidos al lado.
Que fui un niño que se supo de memoria y como un mantra los apellidos de los tres protagonistas de la expedición Apolo XI. Nombres que repetía como un loro cuando un adulto para tomarme el pelo me pedía que los recitara: Armstrong, Collins y Aldrin.
Que fui un devoto consumidor durante un tiempo de todo lo que sonara a conquista del espacio.
Y es que seguía, como otros siguen la liga de fútbol, como los norteamericanos avanzaban casilleros en esa excéntrica carrera espacial contra los soviéticos en unos tiempos de Guerra Fría por fuera pero muy caliente por dentro.
En el fondo de mi alma, si existe eso que se conoce como alma, deseaba que ambos bloques hicieran las paces de una puñetera vez.
Y que Gagarin, el primer hombre en dar la vuelta al planeta azul, con aquel casco en el que se podía leer CCCP, compartiera experiencia con los gringos mientras jugaba con la perrita Laika.
Espero ahora que lo hagan si existe otro universo más allá del nuestro. Y que ese pequeño paso para el hombre y gran salto para la humanidad sea realidad en un cosmos donde muchos se empeñan que deambulan las almas de quienes se nos fueron.
Ya dejé de creer en eso.
Pero por soñar que no quede.
Claro que estas cosas me pasan por ser un ateo gracias a Dios.
Con el paso del tiempo y a medida que iba haciéndome mayor me fui desvistiendo de mi entusiasmo por el espacio cuando un día comprendí que nunca sería astronauta. Y que los sueños, sueños son.
A partir de ese momento, me preocupé por cosas más mundanas aunque me molestaba en conversaciones informales que sostenía con fanáticos de la conspiración que continuaran empeñados en que todo aquello fue un montaje.
Que la misión del Apolo XI fue una burda mentira.
Mientras que otros, es probable que pagados por el oro de Moscú, aseguraran que una importante compañía multinacional de refrescos había tentado con millones de dólares a Armstrong para que promocionara su marca cuando pisara territorio lunar.
Todo esto erosionó mi entusiasmo por la conquista del espacio aunque de vez en cuando retomara mi entusiasmo cuando tras la Luna se anunciaba que el próximo destino sería Marte.
Marte dio origen a una interesantísima cinta para amantes de la conspiración como es Capricornio 1 (Peter Hyams, 1978).
Intento explicar con todo esto mi temprana afición, afición que aún perdura aunque a regañadientes, casi como si quisiera sacudirme de encima las pulgas de un mito con el que cada día que avanza me siento más extrañamente identificado, por las películas –no novelas– con astronautas.
En este sentido, debo ser de los pocos que no se cansa de ver ese ladrillazo que es Apolo XIII (Ron Howard, 1995) y su “Houston, tenemos un problema” y la magnífica Elegidos para la gloria (Philip Kaufman, 1983), entre otras películas que se han empecinado en demostrar lo difícil y complejo que fue salir de este planeta que llamamos Tierra.
Y pienso resignado que la culpa de todo esto la tuvo Armstrong.
El primer hombre que dio un pequeño saltito con la esperanza que fuera un gigantesco salto para la humanidad.
Es verdad que tal y como hemos evolucionado su proeza no sirvió de mucho, pero al menos dejó impresa en la superficie lunar la huella del hombre.
Y eso, a mi juicio, todavía es un milagro de lo que podemos aspirar como especie.
Saludos, las estrellas son mi destino, desde este lado del ordenador.
Agosto 26th, 2012 at 8:07
Y cuando escuchen el nombre Armstrong los chicos de hoy creeran q Lance aparte de ganar 7 tours, gracias a la EPO llego a la Luna. La Luna perdio algo de ese romanticismo q rodea las utopias d lo inalcanzable cuando Neil puso los pies en la superficie lunar. Un logro q debemos a la guerra fria d ahi q los costosos viajes lunares hayan perdido atractivo para los gob USA. Descanse en paz NEIL.
Septiembre 4th, 2012 at 5:59
>Es verdad que tal y como hemos evolucionado su proeza no sirvió de mucho,
No creo que sea verdad. Sí que sirvió, de muchísimo. Sirvió para demostrarnos, al género humano, que somos capaces de TODO si nos lo proponemos.