Miguel Delibes escribe y reflexiona con acento paternal sobre Tenerife
La relación de Miguel Delibes Setién. (Valladolid, 17 de octubre de 1920 – Valladolid, 12 de marzo de 2010) con Canarias estuvo en manos del destino, y como tal, el canto del archipiélago parece el de una sirena. Llegaba, se iba, volvía a llegar… casi el movimiento de las olas cuando mueren en la arena y en las rocas de la playa.
Castilla, y con honra, es el escenario de la mayoría de sus libros. Así como los hombres y mujeres nacidos y que se han forjado en este paisaje. La Castilla profunda y fría, hermosa pero dura tanto por dentro como por fuera.
Durante la Guerra Civil española prestó servicio, precisamente, en el crucero Canarias, experiencias que recoge en la excelente novela 377A. Madera de héroe y más tarde porque dedicó al archipiélago, y concretamente la isla de Tenerife, uno de los capítulos de Por esos mundos. Sudamérica con escala en las Canarias, y con el que concluye un relato de viajes por Brasil, Argentina y Chile escrito más con nervio periodístico que literario.
Con todo, su visión de Tenerife y por extensión Canarias no deja de resultar interesante sobre todo porque se trata de un retrato de la isla a finales de los años 50.
El paisaje tinerfeño se ha transformado y mucho desde ese entonces, aunque aún conserva ciertos elementos reconocibles sobre todo para los que nacieron en ese Tenerife sin autopista al sur y que en el momento del arribo del escritor y periodista castellano era la zona más pobre y abandonada de la isla.
En el texto, Miguel Delibes pretende en todo momento mantener una mirada distante pero inevitablemente paternal así comoresultar condescendiente con los insulares, carácter que intenta definir en capítulos como El isleño no llora ni aplaude, frase apunta que toma prestada del abogado y erudito tinerfeño Tomás Cruz.
Y escribe: “ese apaciguamiento que descubrimos en el isleño –y que posiblemente para el americano, especialmente para el americano tropical pasa inadvertido– es, cómo no, otro fruto del clima. El clima del litoral tinerfeño es, ya lo hemos dicho, benigno, de una blandura enervante.Todo el que arriba a la isla queda, automáticamente, influido por él. A algunos, incluso, les produce un desequilibrio febril”.
Hasta concluir, más adelante que “el tinerfeño es un ser más bien deprimido, apagado, muy alejado de la exaltación. Mi buen amigo isleño Alfredo Reyes Darias, que se conoce el país de pe a pa (…) me decía en cierta ocasión: El tinerfeño no roba, ni mata; se suicida”,
Es una pena que no sepamos nunca las reflexiones que le sugeriría la isla y Canarias del siglo XXI. Muchas cosas han cambiado para mejor aunque otras parece que para peor.
Miguel Delibes anota también la manera en como tienen los canarios de llamar a España, Península aunque entiende que “este amor es tanto más emocionante cuanto mayor es el desapego del peninsular Hacia sus islas. Si uno, en el curso de la conversación, dice España por Península, el isleño sonreirá comprensivo, pero en lo hondo se dolerá de nuestra ligereza”.
A lo largo del texto, apenas medio centenar de páginas estructuradas en capítulos, Miguel Delibes escribe frases contundentes y con cierto colorido de Tenerife, “isla oxidada”, y sobre el volcán: “El Teide, adormecido, presidiendo majestuoso el agrio contorno de la isla, nos habla de un pasado incierto, de un ayer incensado por el humo de los volcanes y uno comprende que esas rocas detesmpladas, de una calvicie inquietante, constituye los detritus digestivos del Teide, los despojos de su voracidad secular. Tenerife es, pues, una vomitona del Teide, una pura excrecencia volcánica; y ya por el mero hecho de que el gigante duerma, la isla puede considerarse justamente afortunada”.
El escritor y periodista castellano continúa su peregrinar por una isla que lo asombra y que lo conmueve. Una isla que sabe sacar además un sentido del humor que no pretende herir a nadie aunque llame la atención de, precisamente, el canario, objeto del análisis apresurado del viajero.
Su estampa del sur de la isla es desoladora y refleja cómo era el sur de la isla a finales de la década de los 50.
“En el sur reina el patetismo, la aridez, el drama, mas, por ello, precisamente, racata un mayor valor, un interés humano inifinitamente másvivo”. Páginas más adelante escribe que en Santa Cruz de Tenerife le han comentado que “está llegando la hora de la redención del sur y que el sur, con el tiempo, conocerá una era de prosperidad que rebasará la actual prosperidad del norte”.
Este informe más que crónica de viaje, Miguel Delibes no se detiene a describir comidas aunque sí deja arrastrar su pluma en la descripción de paisajes resulta una fotografía interesante de cómo era la isla y en conjunto las islas a finales de los 50, y sirve para darse cuenta de lo que hemos avanzado no sé si como sociedad pero sí en calidad de vida en cuanto a prestaciones técnicas. El acomodo a un sistema de vida, con todo lo que lleva implícito, no hubiera sido del gusto del escritor castellano. Y no porque fuera contrario a las comodidades de la modernidad sino por el precio que había que pagar.
En su itinerario por la isla, resulta de interés el retrato que hace de la capital tinerfeña de aquel tiempo donde las cosas se hacían con otro ritmo: “Santa Cruz da la impresión de una ciudad tropical, no solo por el número, sino por la plasticidad de sus flores”. Más adelante escribe que el sol de la isla “no quema” y que la brisa es una “brisa que no curte”.
Por último le parece llamativo, como a otros viajes anteriores y contempornáeos que las calles de Santa Cruz a las nueve de la noche estén desiertas.
Este misterio, sobre el que también reflexionó Leslie Charteris en El picnic de los ladrones, continúa siendo uno de los enigmas que forman parte del pasado, presente y todo hace sospechar de esta pequeña y agradable capital de provincias.
Saludos, lunes de carnaval, desde este lado del ordenador