La tuerta, una novela de María del Mar Rodríguez
Dedicamos hace unos meses un trabajo relativamente extenso que se preguntaba la razón de la práctica ausencia de una calle emblemática en la capital tinerfeña en “nuestra” literatura. El “nuestra” se refiere a la que se escribe en Tenerife pero por extensión también al resto de las islas que, desde tiempos donde no alcanza la memoria, apenas cuenta entre sus protagonistas con una vía que, como la santacrucera de Miraflores, fue en su momento el centro de desahogo de una capital de provincias que vivía del mar más que del turismo.
La tuerta (Baile del Sol, 2023), de María del Mar Rodríguez, constituye el segundo volumen de un, de momento, díptico que bajo el nombre de Relatos de unas islas desamparadas, la autora comenzó hace unos años tras la publicación de La prestamista, editada también por Baile del Sol, dos frescos que retratan la dura postguerra que se vivió en las islas a través de personajes femeninos que se caracterizan por sus costras y no, precisamente, por sus debilidades. Mujeres que pese a vivir en el peor de los mundos intentan no perder su dignidad porque es la dignidad, sobre todo en La tuerta, un elemento que está constantemente en boca de todos sus protagonistas, comenzando por Maruja, una militante del Partido Comunista que tras el alzamiento militar ha terminado vendiendo su cuerpo en un burdel situado en la calle de Miraflores.
La escritora, imagino que para remarcar la situación de humillación que padecen sus protagonistas, se ahorra los pseudónimos que existen sobre el oficio más viejo del mundo y lo llama con su nombre más simple: putas. Evita así los sinónimos. La sonoridad de esta palabra y el significado de todo lo que implica es tal, que es un elemento a tener muy en cuenta ya que determina sin disfraces lo que son gracias al nuevo régimen que los militares rebeldes impusieron en España. La tuerta es una novela intensa, que se preocupa por reflejar el día a día de su protagonista, quien vive dos vidas. La del prostíbulo y la de su modesta vivienda que comparte con su hija y su tía, su única familia que no sabe cuál es su trabajo. Cómo consigue el dinero que lleva con tanto sacrificio a casa.
Se agradece que la autora no caiga demasiado en el sentimentalismo y que su visión de una capital de provincias vencida nada más estallar el golpe de Estado que desencadenó la Guerra Civil, sea el de una ciudad triste y dividida no solo por los barrancos que la atraviesan. Si la postguerra tiene color, ese color debe ser el de un gris sucio, que tira más al negro que al blanco.
La tuerta se desarrolla en dos años claves: 1946 y 1947, y describe en los momentos en los que se los permite la trama, un retrato desolador de una capital de provincias, Santa Cruz de Tenerife, donde ha vencido el miedo. Y además del miedo, la hipocresía de una sociedad que mientras no se pierde una misa los domingos, los hombres dedican al menos otro día de la semana para visitar a estas mujeres que alquilan sus cuerpos.
La tuerta llega a las librerías con otra novela, Castillos de fuego, de Ignacio Martínez de Pisón, que retrata también la postguerra solo que en la capital de España. Ambos libros coinciden en narrar cómo actuaba la resistencia comunista contra la dictadura franquista y refleja las miserias de una sociedad que se adaptaba al nuevo orden.
La novela de Martínez de Pisón apuesta por ofrecer al lector un retrato de aquel tiempo a través de una amplia y variada galería de personajes; la de María del Mar Rodríguez se detiene en uno solo, Maruja, la tuerta del título aunque también están ahí, y con un papel que es más que secundario, las otras mujeres con las que comparte trabajo en esa calle que llegó a conocerse –se avisa en la contraportada– como “la calle de las Niñas”. Las niñas son las prostitutas, las putas como escribe María del Mar Rodríguez.
La tuerta logra satisfacer los propósitos que esperaba de ella cuando me entregué a su lectura. Y uno de ellos es que supo cogerme por el cuello y adentrarme en su universo. Un universo que parece iluminado bajo la luz amarillenta de una bombilla. En la que se escucha el crujir de los colchones y también el grito silencioso de estas mujeres que aprendieron a ser fuertes para sobrevivir. Tanto, que algunas de ellas continuaron con este sucio negocio, otras se quedaron en el camino y las menos encontraron acomodo junto a un hombre bueno al que no le importaba conocer su pasado. Como telón de fondo, una ciudad, una isla, una región, un país que procura salir adelante pese a que todo parezca que va en su contra.
El hambre, la iglesia, la falsa moral de la época, la delación son otros de los ingredientes que se disuelven en las páginas de este libro. Un libro que cuenta con momentos muy conmovedores y con otros de violencia más que física intelectual, que marcan el tono de unos años muy difíciles.
El retrato que hace la escritora de la calle de Miraflores es abstracto, claro que gran parte de la acción tiene lugar en un burdel imaginario que hubo en la zona. Zona que ya poco tiene que ver con la de aquellos tiempos en los que se conjuraron la represión y el miedo. Se describe un microcosmos cerrado en el que flota en el aire el hedor de la lejía y cómo, pese a las adversidades, salen adelante los personajes que luchan contra un sistema autoritario que, contando con la colaboración de la iglesia, no le tembló el pulso para imponer con sangre y fuego un régimen que, entre otros disparates, condenó al que pensara diferente.
Saludos, niñas, al salón, desde este lado del ordenador