La mejor terapia para olvidar que vives aquí

Me he dado cuenta que cuando me noto desgastado y débil por el entorno de vivir en un pueblo chico e infierno grande busco refugio en ver películas malas. Y cuanto más malas mejor. Películas de esas que taladran tu cerebro. Por eso me asquea cuando unos hablan de cinefilia cuando mi estómago suelta a modo de sonoro eructo o ventosidad lo de cinefagia. Sin tonto pudor. De hecho, ésta es una de las cosas buenas que tenemos los que nos abandonamos a la desesperación sin recurrir a otros aditivos más perjudiciales para la salud.

No saben ustedes cómo estas películas malas me han aliviado esas repentinas y espectrales depresiones que me asaltan de vez en cuando. Por eso ahora que me siento generoso les revelo el método que utilizo cuando el monstruo que llevamos dentro se empeña en chillarte ideas derrotistas. Esas que te gritan “tira la toalla, chaval”.

Así que, ¡por Cthulhu!, les digo que entonces recurro como un fanático a todas esas películas malas para serenarme. Y les juro que me serenan. Porque siendo cintas malas, de tiros, explosiones y personajes de cartón piedra, me hacen olvidar mis bajas pasiones.

Gracias a ellas, y a esas lecturas serias que me mortifican la existencia, sobrevivo en una capital de provincias en la que cada día me siento más solo y extraño. O esa losa de llevar arrastrando como una cruz un pasado entre conocidos que, si bien no son tus enemigos,  quizá te duelan más porque sus opiniones te suenan estremecedoramente imbéciles y crueles.

va.jpg

Unos dirán que son cosas mías. Y sin duda alguna lo son. Pero cuando lo que te rodea empieza a pintarse de colores grises mi mejor terapia es quemarme los ojos con material de derribo. Películas que no aparecerán jamás en las enciclopedias de eso que llaman  séptimo arte. Y enciendes el reproductor de dvd y te dejas deslizar por esas historias tópicas e idiotas. Y sonríes como un idiota porque sabes que te cura ver a Lee Van Cleef haciendo de malo y a Lewis Collins de héroe en una serie Z. Y te dejas arrastrar por ese maremoto de idioteces y cuando acaba la película te levantas si no sanado al menos recuperado de los golpes que esa realidad provinciana se ha empeñado en que tienes que asumir tu destino.

Mi vida ha sido eso. Gritos y gritos. Órdenes que te dan pegando gritos y amigos que se desvanecen como desertores hasta que acaban transformándose en muertos viviente de los que tienes que escapar por bordes. O por esa antipática incertidumbre de que caminas con ellos casi siempre por campo minado.

Pero me queda mi dvd, y una buena colección de películas malas con las que se me aligera de veneno el alma. Y siento como me elevo, y como trasciendo, y como veo mi alrededores bajo la mirada turbia (y sí, sé que engañosa) de un yonkie empapado en heroína. Pero, cabestros, la sonrisa idiota no me la quita ni Dios hasta que se evapora de mis ideas las idioteces que me han contado.

Y si hay un cineasta que ha contribuido a esta necesaria higiene de suciedades provincianas en la que me sumerjo de tanto en tanto es Anthony M. Dawson. Tarantino le rinde homenaje en su última película, Malditos bastardos, cuando uno de sus personajes dice llamarse Antonio Margheriti, lo que me hizo pensar que ese cineasta que llaman postmoderno debe de beber y fumar lo mismo que quien les escribe cuando busca refugio intelectual.

No hay nada como la de dejarse abrasar por la filmografía de este señor. Me refiero a Dawson o Margheriti, que lo mismo da. Son películas malas. Malas pero malas, de esas que dicen que te cagas de lo malas que son. Pero por eso son, precisamente, tan buenas para los que queremos algo de paz en nuestra ¿derrota? Resultan honestas, entretenidas y deliciosamente previsibles. También carroñeramente incorrectas.

En estas cintas no hay otro discurso que el de buenos y malos. O blanco y negro. Y sus diálogos (si la ven en versiones dobladas en Latinoamérica) formidablemente recuperadoras. No hay tónico ni pastillas que puedan competir con ellas. Puro subidón de cine de barrio. Una montaña rusa. Como esas que instalan en ferias en las islas. Claro que no tan espectaculares como las de Disney pero sí igual de dramáticamente acojonantes.

Porque la clave está en que lo que tienes abajo se te ponga arriba. Y todo ese pánico liberador a cambio de un puñado de euros.

Veo películas malas. Esas que nunca pondrán en el TEA ni en los Renoir y pienso cuánto mal le están haciendo a la gente.

O a nosotros, gentuza de provincias: los que mascamos chicle y fumamos cigarrillos y hablamos español sin pronunciar C y Z.  Se olvidan, no obstante, que nos encanta que esa pantalla (hoy pequeña) sirva también para liberar tensiones.

De veras que en esto del cine hay que tener los ojos y la boca tan grandes, tan grandes, tan grandes como el lobo feroz.

Saludos, enseñando los colmillos mientras toco a la puerta de la casa de la abuelita, desde este lado del ordenador.

  

2 Responses to “La mejor terapia para olvidar que vives aquí”

  1. Mario Domínguez Parra Says:

    Esas gloriosas películas de “bichas” de Cuatro, los domingos por la tarde, que no sé si siguen poniendo, me hacían partirme de risa. Y Van Damme y Seagal nunca decepcionan. Y qué decir de Chuck Norris.

  2. editorescobillon Says:

    Son tantas y descerebradas…

Escribe una respuesta