¿Quién puede asustar a un niño?

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Me imagino que como a todos los navegantes que inician su singladura por el ancho mar de los sargazos que es la red a través de Google les habrá llamado la atención encontrarse con personajes tan populares en su niñez como El monstruo de las galletas (Triki para los colegas)  y Epi y Blas entre otros muñecos de trapo de la factoría Barrio Sésamo. El motivo de su protagonismo en el navegador se debe a que todas estas criaturas que nacieron fruto de la imaginación de ese artesano que fue Jim Henson han cumplido 40 años, lo que una vez más me hace reflexionar en lo rápido que se mueve esto que llamamos vida, porque miro hacia atrás y me parece que fue ayer cuando los descubrí en el televisor.

Es de suponer que como a casi todos los niños de mi generación, parte de esa crianza televisiva recibida se dejó en manos de estas marionetas. A mi me caía muy bien la rana Gustavo por su afición a ser cronista meridianamente cuerdo en aquel mundo de trapo, pero sentía especial predilección por El monstruo de las galletas quizá porque sólo tenía una idea obsesiva en la cabeza, que era la de comerse todas las galletas del mundo. Ahora que lo pienso, todo un personaje ese peluche de color azul terroso y ojos saltones. Un nihilista, vamos. Lo digo por aquello de que el mundo le importaba una mierda si no había galletas.

Evoco también con una sonrisa al Conde Draco y a Pepe Sonrisas quizá porque a lo largo de mi vida me tropecé después con tropecientos Conde Draco y Pepe Sonrisas… Es más que probable que alguna vez yo también haya sido un Sonrisas, sólo que con la mueca gélida. Algo así como se la dejaron al hombre que ríe de Víctor Hugo y más tarde al siniestro Joker. Una sonrisa más falsa que la presunta amistad entre Epi y Blas, pareja que la verdad me sacaba de quicio, aunque miraba fascinado las manos de Epi, como se movían mientras no se cansaba de decir estupideces a Blas, muñeco de color amarillo y cara de disgusto eterno. Vaya, vaya, vaya, que también me he encontrado a lo largo de este suspiro existencial con tropecientos sujetos que van del tal Blas por la vida.

Si en el fondo Barrio Sésamo puede entenderse como una metáfora de lo que le esperaba a la chiquillada de aquel entonces cuando se hiciera mayor. ¡Una caja de bombones para el señor Henson!, corre de mi parte pese a que en mi bolsillo sólo encuentre últimamente telarañas.

No sé si mi afición a los machangos de la calle Sésamo se debe a mi bagaje cultural estadounidense, pero explica que cuando intentaron adaptar este programa a España algo me dijera en la cabeza que aquello ya no parecía lo mismo.

Me parece a mi, ahora que lo observo desde la distancia que impone el tiempo, que la versión española resultaba demasiado roña. Y no es que Barrio Sésamo made in USA  fuera un espacio rompedor, transgresor y cargado de mala idea, pero sí diferente.

Verdad es, no obstante, que ya no era un niño que se tragaba hasta los terroríficos dibujos animados checoslovacos (koniec, koniec, koniec) al ser, supongo ahora, maleado por las diabólicas criaturas de la Warner Bros, pero sí que pensaba que para perder el tiempo con aquellos tipos disfrazados de gallina Caponata (Emma Cohen), el caracol Perezgil (Jesús Alcaide) o Adela (Conchita Goyanes) pues prefería al Don Gato de Hanna-Barbera mil veces.

Creo que muchos de los miedos y demonios que llevo dentro y bien guardados –espero– en mi inconsciente, se los debo a los programas infantiles que castigaron mi niñez. Habían simpáticos y estrafalarios, como Los Chiripitifláuticos (la canción de los hermanos Mala Sombra, Mala Sombra de verdad, forma parte ya del disco duro de mi fatigada memoria), aunque mi favorito fuera Locomotoro. Más tarde llegaron los Payasos de la tele y sus canciones incendiarias (entendí ya con pantalones largos que en esas melodías de ayer y hoy filtraban mensajes tan políticamente incorrectos como su, por ejemplo, ¡cómo me pica la nariz! invitación inquietante a que te metieras toda clase de cosas por el apéndice nasal), y antes, dudo ahora el orden cronológico, la tontorrona La mansión de los Plaff y El libro gordo de Petete. Con aquel patito de goma al que uno deseaba pegarle balinazos en la feria de Carnaval.

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De todas formas, si hubo un personaje que me amargó la niñez y que la pobló de fantasmas y pesadillas fue la ventrílocua austriaca Herta Frankel y su perrita Marilyn. No me pregunten por qué, pero aquella señora y su mascota de trapo me daban auténtico terror. De hecho, no creo que nada me haya provocado tanto pavor como aquella señora y su perrita. Era entonces muy, pero que muy pequeño, pero veo imágenes de aquella extraña pareja y me entra el tembleque. Los dioses sabrán por qué. Algo parecido, aunque sin la misma intensidad me lo generaron Torrebruno y María Luisa Seco. Hay más, pero dejé de ver televisión cuando entré en la guerrillera adolescencia, así que me perdí La bola de cristal y Cajón desastre, entre otros espacios para niños. Aunque revelo que alguna vez pesqué alguno, pero me encontraba en plena transformación y como tal, mis gustos ya estaban moviéndose en otras percepciones y ¿por qué no? perversiones.

Bueno está lo que bien acaba.

Saludos, con la esperanza de supermineralizarme, desde este lado del ordenador.

3 Responses to “¿Quién puede asustar a un niño?”

  1. comando triki Says:

    ¡¡¡¡Ya era hora que se me rindiera justicia!!!! ¡Galletas!, ¡quiero más galletas!

  2. Veo veo Says:

    Editor, interesante post pero se ha olvidado de la terrorífica Teresa Rabal, a quien su padre, Dios (o los dioses como dice) tenga(n) en su gloria.

  3. editorescobillon Says:

    La lista es larguísima, Veo Veo… larguísima.

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