Caminante: es verdad que se hace camino al andar

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Vengo del FICOD con las ideas más claras: estoy en la Edad de Piedra en cuanto a las transformaciones que Internet está produciendo en nuestra vida diaria. Esta mañana, tras comentarlo con dos amigos a quienes encuentro casualmente en el Rastro, uno de ellos da en la diana al comentar que tanto él como quien les escribe aún estamos en la fase del descubrimiento del fuego. Y no le falta razón. Sócrates –como me pasa casi siempre– sale en mi auxilio con su: “Yo solo sé que no sé nada”.

Paseo por el Rastro de la capital tinerfeña a la busca y captura de libros raros y descatalogados. A veces tropiezo con joyas que, a mi juicio, me hacen reivindicar este espacio dominguero de compra y venta de trastos viejos, esos que ya nadie quiere.

Lo del Rastro es una aventura. Y lo escribe alguien aficionado a rastrear por esos islotes repletos de cachivaches con los que tienes que regatear. Disfruto, de veras, contemplando las yemas de mis dedos cubiertas de polvo cuando cojo entre mis manos novelas olvidadas por el tiempo mientras navego, como a la deriva de puesto en puesto, en busca de la isla del tesoro acompañado de una banda sonora que no me llevará a ningún sitio pero que tan bien encaja en esa especie de gran bazar moruno que es un Rastro.

Me encantan los Rastros y me encanta el Rastro de Santa Cruz de Tenerife porque sabe adaptarse muy bien al espíritu de un espacio al que tanto le exigo. Es decir, que sea un caos, una especie de cajón de sastre. Y como tal, que prometa encontrar de todo. Me da la oportunidad, además, de toparme con viejos amigos a los que no ves casi nunca, esos que te recriminan que no los llames (nunca que ellos te llamen a ti) y con los que charlas un buen rato mientras te asaltan olores extraños y los oídos se te perforan por esas melodías musicales que no están (ni estarán) animadas ayer ni hoy.

Esta mañana he tenido suerte. Me hago con dos novelas de François Mauriac, un escritor francés burgués y cristiano, y con una vieja edición de El mundo feliz de Aldous Huxley, libro que compro porque incluye un excelente prólogo de J. Estelrich. Se trata de una edición de 1947 publicada por José Janés antes de que se fusionara con Plaza.

Estoy muy agradecido a los rastros que he visitado a lo largo de mi vida porque en todos ellos siempre he encontrado un tesoro, por pequeño que fuere. Es verdad, no obstante, que hay que dosificar los paseos dominicales porque no hay cosa más frustrante para el cazador que ir a un coto y salir con las manos vacías pero cuando aciertas les juro que me parece que me han tocado los dioses. Encuentras ese título que ansiabas pese a que la portada esté rota y algunas de sus páginas tengan la esquinas dobladas. Incluso puedes descubrir en su interior fotografías de un grupo de personas. Y miras esa imagen donde no conoces a nadie, como es natural, pero te invita a que te rompas la cabeza intentando reconstruir literariamente esas vidas congeladas en color sepia.

Otras, tropiezas con flores secas en un poemario (me pasó con Confieso que he vivido de Pablo Neruda) y lees la firma de su primer propietario estampada en la primera página. O vas más allá, y cuando lo estás leyendo encuentras frases subrayadas en el texto. Frases que te desconciertan porque no han sido marcadas por ti y te hacen reflexionar qué llevó a ese lector que desconoces –anónimo interrogante– a destacarlas.

Entonces entiendo esas líneas como un aviso, o como si se tratara del mensaje guardado en una botella tirada hace mucho tiempo al océano a la espera de alguien que quiera al menos descifrala. Y ese aviso, ese pensamiento subrayado, lo asumo como una alerta, una advertencia o un saludo a otros náufragos como tú.

No, no creo que haya mayor poesía que ésta. El saludo de una amiga o un amigo sin rostro que quizá ya no esté entre los vivos pero que te habla a través de la voz de Chejov o de Zweig

Y pienso, a veces, cuando llego a casa del Rastro y contemplo mi librería que procuro engordar día a día, que todos esos volúmenes igual terminan allí. Pero ¿saben ustedes? Me da igual porque el mayor regalo que le puedo dar a un navegante sin barco que son todos aquellos adictos a los libros es el de cederles precisamente los buques que me hicieron más soportable esta angustiosa pero también maravillosa travesía que es la vida.

El Rastro. Los Rastros… ¡Qué los dioses los tengan en su gloria!

En fin.

Saludos, no sé yo si tontamente agradecidos, desde este lado del ordenador.

2 Responses to “Caminante: es verdad que se hace camino al andar”

  1. Tinerfeño exiliado Says:

    Una de las pocos cosas que echo de menos es el rastro de Santa Cruz, la compañía de algunos amigos y amigas en busca de alguna reliquia escondida (casi siempre algún libro), el Sol, la luminosidad y colorido a flor de piel. Hay heridas que no cicatrizan, ausencias que más bien son pérdidas. Sí, que los dioses… Ah. Gracias por el recuerdo, por la llama.

  2. el viajero Says:

    sigo tu blog habitualmente… y me encanta…

    y tienes mucha razón con este post… no hay nada como descubrir, de forma inesperada, nuevos tesoros… son una gran alegría!!!

    seguiré paseándome por aquí…

    un saludo!!!

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