El encuentro de un pecador justificado con El rey de la máscara de oro

dore1.jpg

Sucedió tal día como hoy aunque mucho tiempo atrás. Atrás, atrás en el tiempo.

Un grupo de estudiantes de 7º de la EGB a primeras horas de la mañana mientras espera bostezando la llegada de la profesora. Algunos nos despertamos cuando ésta irrumpe en el aula como un relámpago, muy contrariada.

Nos pregunta secamente si sabemos que día es hoy.

Nadie le responde y nos encogemos de hombros. “Un día normal ¿no?”

La profesora se pone colorada, roja de indignación y exclama “¡¡¡hoy es el día de la Fuga!!! Y nos explica a trompicones que en sus tiempos lo habitual era que el alumnado no asistiera a clase.

Fuga.

La palabra se queda detenida en el aire antes de desvanecerse. Entonces uno levanta la mano y pregunta: ¿hoy no hay clase? Y la profesora, sentándose en la mesa viene a contarnos que sí que habrá clase, que nos hemos jodido por imbéciles.

Murmullo de descontento. Sacamos los cuadernos y libros de texto, todos aquellos libros de texto que probablemente terminaron hechos cenizas en una hoguera de San Juan.

Empieza la tediosa lección. La profesora, encanallada, nos avisa por sorpresa que además nos vayamos preparando porque dentro de diez minutos (consulta su reloj de pulsera echando chispas por los ojos) nos examinará por su santa cara.

Tragamos saliva. Hasta el empollón de la clase traga saliva.

“Les doy diez minutos para que se vean los libros.- nos advierte la profesora (habrán observado que no escribo maestra) y sale de la clase.

Pienso ahora con el paso de los años que aquella salida fue intencionada, porque una vez a solas, los compañeros y compañeras nos miramos a los ojos y nos dijimos telepáticamente “esta es la nuestra”. De un salto nos ponemos de pie, se abre la ventana que da a la calle y comenzamos a brincar soltando carcajadas y con el corazón en la boca. Justo cuando toco la acera oigo el grito de la profesora: “¿Dónde van ustedes?”

Pero ya estamos corriendo y llegamos a  la Plaza de los Patos (aquella del cisne sin cabeza) como alma que lleva el diablo.

Un grupo termina en el parque García Sanabria, vestiditos con nuestros uniformes, y nos miramos las caras muy excitados en el paseo de bambú porqué ninguno sabe qué hacer con aquel tiempo libre.

Ir a casa no es buena opción. Y regresar al colegio, una traición a esa espontánea evasión. Los que tienen dinero compran golosinas. Así que comiendo regaliz dejamos pasar las horas, francamente muy aburridos. Al final nos disgregarnos. Un amigo y quien les escribe se dan una vuelta por Santa Cruz. Ambos dos con sensación de delincuentes, observando de reojo a los adultos como si se trataran de agentes de la policía y esperando que cualquier transeúnte nos pregunte algo así como ¿qué coño están haciendo en la calle? ¿Es que no tienen colegio? Pero nadie nos censura, así que poco a poco vamos ganando confianza.

Al final terminamos por entrar en la Librería Rexachs, para mirar libros sometidos a la férrea vigilancia de sus empleados. Mis ojos tropiezan entonces con un ejemplar titulado El rey de la máscara de oro, de un tal Marcel Schwob, editado por la mítica, legendaria Ediciones Alfaguara & Nostromo. No sale caro, en aquellos tiempos los libros no salían tan caros como hoy, pero no tengo dinero. Mi amigo, que sí tiene, se compra los cuentos completos de Poe de Alianza con prólogo y traducción de Julio Cortázar. Al verme la cara desencajada, me alivia la amargura prestándome algo, y compro en un acceso El rey de la máscara de oro, de Schwob.

Fundido encadenado.

Me encuentro en casa leyendo ese fascinante libro de relatos cortos. Me encanta tanto que demoro su lectura. Pero llega el momento inevitable en que tienes que terminarlo. Una vez colocado en mi todavía pobre biblioteca, el gusano por hacerme con otros libros del escritor francés me ataca por dentro y por fuera. ¿Pero dónde? En la contraportada de El rey de la máscara de oro se anuncia que han publicado otro de Schwob, El libro de Monelle, y que es autor de, entre otros textos, La cruzada de los niños, Corazón doble y Vidas imaginarias, quizá su obra más reconocida y título fundamental en la biblioteca de ese gran lector y escritor que fue Jorge Louis Borges.

Pasa el tiempo. Y no me hago con más Schwob aunque sí con otros volúmenes de aquella inolvidable editorial como Los cuentos de boxeadores, doctores, de terror y misterio, de Conan Doyle; La profecía de Closted y la fascinante y equívoca historias de vampiros Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu; Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado, de James Hogg o El trueno dorado, de Valle Inclán, entre otros muchos.

Afortunadamente y con el transcurrir de los años, llegaron a mis manos otros títulos de Schwob. El primero, como una tabla de salvación a las playas de mi descontento, fue Vidas imaginarias cuya lectura (apenas un centenar de páginas) supuso un disparo de luz para este que les escribe. Vidas imaginarias son las biografías breves de personajes que existieron realmente pero de los que apenas se tiene noticia. Desfilan así las vidas supuestas de Empedocles, Eróstrato, Crates, Séptima, Clodia, Petronio y Sufrah, por citar los siete primeros.

Leído todavía hoy, continúa siendo un ejercicio apabullante y sorprendente teñido de fascinación. Estos textos están repletos de imaginación y una penetración psicológica que no necesita de 20 páginas para darte una idea del personaje descrito.

Más tarde devoré en casi nada (45 páginas) su maravillosa y estremecedora La cruzada de los niños, relato que narra la historia del grupo de niños que siguiendo las prédicas de un joven pastor marchan a Tierra Santa con la misión de reconquistar el sepulcro de Cristo. La historia está narrada a través de las voces de varios personajes, un goliardo, un leproso, el Papa Inocencio III, tres pequeños y un musulmán, entre otros. Lo lees como agua en el desierto. Y lo vuelves a releer otra vez porque te oxigena las ideas mientras paladeas un relato tan vibrante como gigantesco.

Más tarde mastiqué con la cabeza los cuentos de su Corazón doble y por último su magnífico El libro de Monelle, historias cortas sobresalientes y cargadas de simbolismo…

Así que aquí estoy ahora, rememorando aquel feliz Día de Fuga que luego degeneraría en pérdidas de memorias por obra y gracia de ese brebaje del diablo que era el vino con vino. Ninguna de aquellas experiencias permanece sin embargo fresca en mi memoria. Hay retazos de risas pero también de silencios y sombras. No, de ninguna manera que otros días de la Fuga fueron mejores que aquel primer encuentro ¿casual? con el señor Schwob. De hecho, cuando escucho o leo sobre este día, el de la Fuga, siempre recuerdo mi improvisada iniciación a su universo. Un mosaico fantástico, sutil y salvaje. Cruel en unos años, como son los de la rabiosa adolescencia, donde algunos tuvimos la suerte de saborear por primera vez el delicado veneno de la Fuga quiero pensar que en todo su esplendor.

Es probable que por eso, y a partir de ese mismo día, mi existencia haya estado marcada por esa idea. La de huir hacia delante mirando con insólita y amarga nostalgia lo que dejo  atrás.

“Está escrito que el Profeta, antes de su misión, cayó profundamente adormecido al suelo. Dos hombres blancos descendieron a su derecha e izquierda de su cuerpo permaneciendo allí. Y el hombre blanco de la izquierda le hendió el pecho con un cuchillo de oro, y, sacó el corazón, del que exprimió la sangre negra. Y el hombre blanco de la derecha le hendió el vientre con un cuchillo de oro, y sacó las vísceras que purificó. Y colocaron las entrañas en su sitio, y desde entonces fue puro el Profeta para anunciar la Fe” (Relato de Kalandar. La cruzada de los niños).

(*) La imagen que acompaña este comentario es original de Gustave Dore.

Saludos, al borde de los límites de la realidad, desde este lado del ordenador.

Escribe una respuesta