La mueca perfecta, tormenta perfecta

El sábado pasado, mientras casi todo el mundo veía el apasionante partido entre el Real Madrid y el Barcelona, este que les escribe perdía el tiempo en su casa navegando por la red buscando cosas graciosas.

Un inciso: quien les escribe dejó de apasionarse por el apasionante universo del balompié cuando descubrió siendo todavía un renacuajo que era de los que pertenecía al batallón que escogían siempre al final cuando en los recreos de clase se organizaban espontáneos equipos para pasar el tiempo.

Si añadimos a esta humillación adolescente que le sugirieran los compañeros del mismo equipo que jugara de guardameta o defensa, resulta obvio que desde muy pronto se desinteresara por el deporte rey.

No obstante, tengo a veces la sensación de que debo pedir disculpas por ello. Por mi justificado desinterés por la cosa futbolística.

Con el paso de los años, afortunadamente, encontré numerosos amigos que siendo verdaderos aficionados al fútbol asumieron con resignación esta completa indiferencia ante tan olímpico asunto. Claro que son personas que admiten que se me suban los colores a los mofletes por otras naderías igual de penosamente apasionantes que las de correr detrás de una pelota.

Por ejemplo, entre otras aficiones populares que no provocan alteraciones en mi gastadísimo sistema nervioso se encuentra los que practican eso que llaman monólogos de humor quizá porque soy de esas personas a los que maldita la gracia le hace que un tío le cuente historietas que presuntamente fueron diseñadas para que se riera con ellas.

Vale, escucho con atención cuando el gracioso de turno narra un chiste en una comida entre amigos pero soy de esa clase de personas que suele reírse varios minutos después porque todavía intenta asimilar la gracia que tiene en su cabeza. Supongo, no obstante, que existe más gente que sufre este mismo síntoma. 

Ha llegado a obsesionarme tanto este fenómeno que durante un tiempo busqué alguna solución científica sobre lo que pensaba era un problema mayúsculo.

Me leí de cabo a rabo el ensayo La risa, de Henri Bergson, con el objetivo de encontrar un antídoto pero me quedé con las ganas al llegar a la conclusión de que no se puede racionalizar lo que no es razonable.

Cuento todo esto porque para mi sorpresa de hombre al que parecen que quieren asustar las 24 horas del día los demonios que callejean en mi triste capital de provincias, me topé el otro día con dos piezas humorísticas que al final han logrado lo que parecía inimaginable. 

Pasen y vean. O accedan a estas piezas en el blog que firma el cineasta Nacho Vigalondo en la edición digital de El País. Su título: El monologuista mierder. O la soledad del gracioso ante el peligro de que nadie se ría de sus puñeteras gracias.

Fue ver las dos entregas y sentir en mi cabeza esa bala de diamante que le revelaba el bueno de Kurtz a Willard en Apocalypse Now. Vi  la luz y al ver la luz descubrí al mismo tiempo el horror, el horror…

Ya me cuentan.

¡Y cuídense!

(*) La imagen que apoya este comentario corresponde a El resplandor. Era inevitable. La mueca de Jack Nicholson es la de una tormenta perfecta.

Saludos, no sé si iluminados, desde este lado del ordenador.

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