¡Macarras del mundo, uníos!

Reclamo su espacio al cine que pergueña –con toda la sinceridad que sus músculos aún le permiten–  Sylvester Stallone. Siempre he pensado que a Stallone le pierde su cara de tonto y su ideología ultraconservadora para que su obra pueda digerirse en las tripas de todos aquellos espectadores que rechazan su cine. Ellos se lo pierden, porque encerrarte en una sala y dejarte arrastrar por su encendido sentido de la violencia continúa siendo uno de los momentos más mágicos (quizá por auténticos) con los que este humilde espectador aprecia esto del cine. Y si ese cine cuenta con sello, como es el de Stallone, la fiesta puede alcanzar proporciones magnéticas.

En definitiva, que me gusta. Y me gusta porque cuando llega su estruendoso The End suelo salir de la sala sin la extravagante sensación de que una vez más me han tomado el pelo. Stallone casi siempre te da lo que esperas: ración de leñazos, diálogo de locos, mala hostia gringa y un machismo exasperante que hay que tomarse a risa.

Casi como si le rindiera homenaje a su peculiar Rambo (la cuarta entrega sigue superando a las tres anteriores) presenta ahora Los mercenarios, un título que sabe a clásico del cine macarra, en el que las viejas glorias del subgénero hiper vitaminadas parecen querer ceder el paso a la nueva generación de mamporreros cinematográficos.

Puede que sea un revival de los ochenta, como se ha escrito por ahí, pero no lo creo. Los mercenarios me sabe a filme crepuscular en todo caso, a poner punto y final a una forma de hacer y entender el cine de acción. Los viejos rockeros dejan las guitarras (aunque su final abierto intuya quizá una segunda y tercera parte) para que los nuevos rockeros experimenten con nuevos sonidos.

El espíritu, en todo caso, pervive. O el fin justifica los medios para que un tipo solo o en compañía de otros tipos sacados de un gimnasio sean capaces de arrasar con medio mundo por sus santos cojones.

Más que ideología ultraconservadora, Stallone es un ácrata camuflado. O un nihilista en estado puro. Un dinamitero al que no le gusta la deriva del mundo. Su cine resulta por ello tan necesario en estos días de confusiones varias. En estos días reblandecidos y miedosos.

Por ello, sacar conclusiones políticas a las películas de este señor es como sacar petróleo debajo de mi casa. A Rocky no le interesan las ideologías. En todo caso, sí que le preocupa que se desmorone el feroz individualismo de los que no tienen casta. Su cine es el de un lobo estepario. El de un lobo de pelo gris que aún conserva su dentadura. En Los mercenarios se reúne con otros lobos para reivindicar en manada que está ahí. Y que nada ni nadie será capaz de callar su voz. Su mirada. Su autoría, sus ganas de dar batalla.

Cine gañán, políticamente incorrecto y deliciosamente idiota, me pregunto todavía cómo pasa desapercibido su bestial amor al cine en la cinéfila. Su visionado es obligatorio para los que todavía no se han quedado ciegos. Es espectáculo elevado al cubo para todos aquellos que disfrutan con un buen destrozo en pantalla grande.

Y todo, hecho por un grupo de actores y un cineasta a los que ahora sólo puedo exigirles que en la próxima le machaquen las cabezas a los cretinos del Equipo A.

Saludos, sintiendo aún las piernas, desde este lado del ordenador.

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