Cuestión de prejuicios

Hubo un tiempo en el que me costaba leer novelas y cuentos que estuviesen escritos por autores que no fueran europeos y americanos. Bueno, no es exacto. Entre mis primeras y gratificantes lecturas infantiles se encuentra un viejo volumen de los años 20 que recopilaba seis de los cuentos más populares de Las mil y una noches, volumen curiosamente que ha pasado a la historia como texto para niños cuando se trata de una obra que entre relato y relato y relato que se mezcla incluye también sabrosos cuentos para adultos.

Pero me voy, como siempre, del camino. Contaba que durante los años de formación lectora algo me echaba para atrás cuando debía de enfrentarme a un libro que procediera de territorios que para mi resultaban tan desconocidos. Paisajes suponía lunares donde no practicaban los géneros que por aquel entonces (y aún hoy) me acompañan.

Si la novela o la compilación de relatos venía de Asia, África, Neptuno o Plutón… por mucho que me esforzara no visualizaba en mi cabezota cómo recrear a los personajes. Si el protagonista era, por ejemplo, chino, yo lo transformaba en una especie de blanco con ojos ligeramente rasgados… pero no bastaba porque resultaba falso y entendía que así estaba traicionando el espíritu de lo que leía.

Afortunadamente tan extraña manía, prejuicio, se hizo añicos cuando leí dos novelas que transformaron mi vida porque me enseñaron a ver una parte que no conocía de mi interior y también de los alrededores en los que me movía (y de vez en cuando me muevo) sin necesidad de travestir a los personajes. Claro que ahora que lo pienso, que estos libros fueran Confesiones de una máscara y El marino que perdió la gracia del mar de Yukio Mishima explica que limpiara el disco duro de mi memoria de tanta tontería.

Confesiones de una máscara es un libro que me agitó de arriba abajo como de abajo arriba por su aplastante y desnuda sinceridad. El marino que perdió la gracia del mar sencillamente me atrapó porque me hizo volver a una infancia que ahora solo reconstruyo de manera legendaria.

Fue tanto el impacto de este último título, que leyéndolo se me grabó al rojo una de las frases finales de este extraño y revelador relato: La gloria, como todo el mundo sabe, tiene un sabor amargo.

Y no soy lector que se grabe frases que le sacudan. En esos casos (ya menos) suelo subrayarlas con lápiz para volver a descubrirlas años más tarde, cuando pierdo el tiempo rodeado de esos amigos que no hablan pero que tanto me entienden como son los puñeteros libros.

En todo caso y gracias a Confesiones de una máscara y El marino que perdió la gracia del mar me di cuenta pasmado (porque no encuentro otra palabra que defina aquel estado de gracia) que no resultaba tan costoso meterme en la piel de personajes que no tenían nada que ver con los que llaman caucasianos. Por mucho que sus costumbres me parecieran diferentes.

Lo mismo me pasó con otros autores que no tenían el color rosado como la piel de los cerdos. Me refiero a potentísimos escritores afroamericanos como James Baldwin, Richard Wright y Chester Himes.

Himes, un escritor del que podría pasarme horas y horas hablando. Y todo Por amor a Imabelle

Luego vinieron otros tantos. Narradores y poetas de otras latitudes que no pertenecían a los del acomodado y eunuco primer mundo, como acertadamente lo definió en cierta ocasión Anthony Burguess, para darme cuenta que en todas partes se hace buena y mala literatura.

Recuerdo que en el grupo de aspirantes a escritores con los que me movía en aquel tiempo sonaba mucho el nombre de Amos Tutuola  y su El bebedor del vino de palma.

Recuerdo también como hablando con algunos de ellos después de haber leído el libro me di cuenta que la mayoría lo citaba de forma entusiasta sin haber abierto el libro.

Pero estas cosas pasan. Pasan cuando te encuentras solo en una manada que sigue con fe ciega a un guía. El guía sugiere un nombre y el resto se transforma en apóstoles de ese nombre aunque lo desconozca. El caso es recitar por las esquinas: ¡¡¡Leed al Amos Tutuola!!! Y mirarte de forma rara si levantas el dedo y dices: Yo lo he leído y bueno, está bien pero

Ese pero suena a anatema.

Lo apunto porque ahora unos y otros están empeñados en iniciarme en el asombroso universo de la novela policíaca escandinava y no hay manera que me anime a meterme en la piscina del asombroso mundo de la novela policíaca escandinava.

Otra cosa curiosa que me pasaba antaño pero no por prejuicios sino torpeza  lectora eran enfrentarme a los novelones clásicos rusos.

Y no porque fueran novelones cásicos rusos sino porque me trababa como un paleto ante los nombres de sus protagonistas.

Ya saben, cuando me tropezaba con los “Y entonces Rodion Romanovich Raskolnikov dijo…” O “Dimitri Prokofich Razumikhin señaló…” terminaba por leer para ir más rápido: “Y entonces Rodion Roma dijo…” O “Dimitri Proko señaló…” haciéndome un lío cuando en la misma obra la mitad de los personajes eran de la misma familia. Una legión de primos, tíos y sobrinos.

Acabé con esta mala costumbre leyendo por completo el nombre de sus protagonistas, por mucho que detuviera mi furia lectora. Si Rodion era también Romanovich Raskolnikov pues era Rodion Romanovic Raskolnikov y en paz.

Al final leías el nombre como si nada. 

Curiosamente, este fenómeno prejuicioso nunca me pasó con el cine.

En mi época era bastante habitual que se exhibiera a las 4 de la tarde en aquellas salas hoy desaparecidas películas de un tal Godzilla o la versión nipona de un tal Superman.

Me encantaban (ahora ya no tanto, una lástima).

En todas estas películas donde las criaturas despertaban del sueño gracias a las bombas nucleares y se dedicaban a arrasar Tokio –nadie se acuerda de ellas en estos días en los que el maremoto ha devorado parte del gran país del Sol naciente) cuando aparecían actores norteamericanos con el fin de comercializar estas catastróficas producciones a mí me molestaba bastante su presencia.

Pensaba algo así: “que hace ese puto blanco en mi película…”

Aficionado también a las blaxplotation (ved Drácula negro y Shaft, entre otros héroes y heroínas que las tuvo, adelantándose décadas a la irrupción de las chicas blancas también son guerreras con la teniente Ripley a la cabeza en Alien) me lo pasaba pipa cuando aquellos tipos con melena hinchada le partían la cabeza a macarras y si se terciaba a policías igual de macarras blancos como la nieve que hoy cae sobre el norte de esta isla que se llama Tenerife.

Con las de karatekas el sentimiento que me comía por dentro era muy similar. No las he vuelto a ver, por eso quiero seguir pensando que El furor del dragón es un clásico. Ahí ves como Bruce Lee acaba con Chuck Norris si no recuerdo mal en la arena del Coliseo romano.

¿Y a qué venía esto?

La verdad es que no me acuerdo.

Al final todo se reduce a prejuicios.

Saludos, amigos, desde este lado del ordenador.

4 Responses to “Cuestión de prejuicios”

  1. bartolo Says:

    “El marino que perdió la gracia del mar”, una obra maestra, gracias por recordérmela, amigo (si puedo llamarte así), y también por recordarme “El bebebedor de vino de palma”". Silverio Cañada, editor de esa novela (Júcar) le agradecía a Canary Island de que fue sl único sitio donde se había vendido. En el resto del territorio español, ni un ejemplar. Merece que volvamos a tenerla entre manos, pero ¿qué editor se atreve? Ya veremos.

  2. admin Says:

    ¡Qué gran editor fue el señor Cañada!, amigo Bartolo.

  3. Antonio J. P. Says:

    Te recomiendo, hablando de Mishima, el libro que le dedicó Marguerite Yourcenar, espléndido libro de esta mujer y que a mí me parece uno de sus grandes libros pese a no ser tan conocido: “Mishima o la visión del vacío”…

  4. admin Says:

    Tomo nota y gracias por la recomendación.

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