Érase una vez en… ‘Puerto Santo’

Al guardia le sorprendió el desorden. En Puerto Santo su presencia los hubiese asustado; pero allí nadie se inmutaba. Tuvo miedo a enfrentarse a la multitud. Para justificarse, pensó: “Los asuntos de la Iglesia no me incumben. Lo mío es velar por los intereses del alcalde.

Un terrón de barro impactó en su pecho. No se lo esperaba. Oyó risas. Los niños se movían de un lado a otro. Los amenazó con el puño y abrió la boca para mostrar sus dientes de oro. Un pegote de lodo se estrelló en su rostro. Más risas y movimientos sin sentido. Lleno de ira, levantó la pistola y disparó sin apuntar. El estampido resonó por la bóveda del templo. Una vidriera crujió antes de desmoronarse en mil pedazos. Todos interrumpieron sus ocupaciones.

- ¡Cabrones!- gritó él.”

 (Puerto Santo, Juan Ignacio Royo Iranzo)

Algo me da en la nariz que Juan Ignacio Royo se divierte mucho con lo que escribe.

También que observa con la distancia e ironía de un entomólogo de otros tiempos a los personajes que se desenvuelven en las dos novelas que ha escrito hasta la fecha: El fulgor del barranco (Editorial Benchomo, 2008) y Puerto Santo (Ediciones Aguere/Idea, 2012).

Obras, historias, en la que se nota estilo. Un sello, marca en las que Royo Iranzo como un dios caprichoso y burlón, explora el universo humano que derrama en estos títulos con una ancha y –quiero creer– diabólica sonrisa.

Puerto Santo es la última novela del escritor, un volumen cuya lectura me ha parecido interesante porque insiste, no renuncia, a retratar con ácida mirada un mundo que conoce muy bien: Santa Cruz de Tenerife, pequeña capital de provincias cuya sociedad pinta con demoledor sarcasmo.

Digiero así Puerto Santo más que una novela que se desarrolla en uno de esos territorios míticos a los que maltienta cierto número de autores de esa literatura que se escribió, escribe y mucho me temo se escribirá en estas islas donde habito, como un antifaz con forma de Puerto y Santo.

Es decir, como un irregular sainete que evita en ocasiones los extremismos de Valle Inclán y sí abraza la mayor parte de las veces el humor negro de un, digamos, Rafael Azcona.

Se trata Puerto Santo, además, de una novela que dice las cosas claras pese, o quizá por ello mismo, estar narrada como una comedia coral que no renuncia tampoco a la sabiduría del  esperpento.

Una comedia, entiéndame, con alto voltaje socarrón y canalla en la que su autor radiografía a una sociedad fuera de sí y por lo tanto ya sin máscaras que, con independencia del momento histórico en que se ubica la trama, finales del siglo XIX, se me antoja como esos espejos deformantes que aún se conservan en la fachada de un edificio del mítico Callejón del Gato de la capital de España.

Juan Ignacio Royo pone el dedo en la llaga, y hurga insisto con notable sentido del humor, en algunas de las enfermedades que han marcado y aún marcan el carácter del isleño: sumisión dócil a la autoridad, una autoridad caciquil y con nombres y apellidos; miedo a lo que viene de fuera y que renuncia al mar pese a su presunto y tan cacareado cosmopolitismo; cínica devoción a la Iglesia y a la Masonería como caras de orden de una misma moneda, y mirada burlona a un ejército cuyos soldados tarumbas por los calores africanos han perdido la fe en su oficio.

Puerto Santo es una novela con muchos personajes. Una novela colectiva en la que Ignacio Royo desliza también hermosas pinceladas de realismo mágico.

Uno de los mejores momentos del libro no tiene así, a mi juicio, nada que ver con la amenaza –exterior– que desencadena la acción, sino la pesca que emprende uno de sus protagonistas de un cherne monstruoso en una plaza donde sus anteriores ocupantes no han dejado nada más que recuerdos que no se pueden comer.

“Observó aterrado que el pez emergía del océano para saltar sobre él. Lo único que pudo hacer fue agacharse y proteger su cabeza con ambas manos. Le cayó encima. La embarcación crujió como si fuese a desencuadernarse. El derribado Sebastián intentó vencer al desconcierto. Se revolvió para rodear a la bestia con los brazos y evitar que escapase. Introdujo sus manos por las agallas. A pesar de lo comprometido de la situación su instinto de pescador le impelía la captura. Sintió el turbio aliento del animal en la cara, una vaharada de algas podridas y calamares digeridos. El monstruo lo miraba de frente. Por las fauces mostraba varias hileras de dientes como alambres que se extendían hasta las profundidades del paladar. En la mandíbula inferior llevaba ensartado el anzuelo.

- Quítame esto.- gimió el cherne-, me duele mucho. ¡Quítamelo ya!

- Y una mierda.- protestó el pescador con todo el vigor del que fue capaz–. No me aturulles. Los peces no hablan.”

Al margen de este elemento trasgresor y fantástico, Puerto Santo propone un retrato a ratos feroz y a ratos divertido, pero siempre demoledoramente crítico de una ciudad que, obviamente, se inspira en Santa Cruz de Tenerife.

Escenario que en esta novela pone de manifiesto la cobardía de una sociedad cuyo vecindario –no todos, pero sí la mayoría– apuesta por huir ante una anunciada pero nunca constatada invasión que prepara los Estados Unidos de Norteamérica tras liberar del yugo colonial español sus últimas posesiones en América y Asia. 

Esta amenaza de invasión desata una especie de locura colectiva en todas las clases sociales de Puerto Santo, lo que hace que muchos de los vecinos de la capital huyan al interior de la isla para evitar lo que sospechan será un durísimo cañoneo naval antes de que tomen por desembarco la capital de la isla.

La ironía es que, efectivamente, habrá un cañoneo sobre Puerto Santo. Pero este cañoneo no será, precisamente, provocado por  la presunta escuadra invasora de los Estados Unidos de Norteamérica que, paradójicamente, nunca aparecerá en la novela ni en la Historia por el horizonte.

Puerto Santo se lee con rapidez –el volumen no llega a las 180 páginas– y una sonrisa que desarma en los labios.

A mi me ha parecido una novela divertida, repleta de momentos en los que parece que su autor tantea todos los lados de ese fabuloso poliedro que forma la literatura de humor.

Encuentro algo de esperpento, sainete berlanguiano, también de irónico erotismo, humor negro, sátira social despiadada y sano espíritu antimilitar y eclesiástico.

Una novela con cierto poso libertario en la que sus personajes –personajes por los que el autor parece que no toma partido– son algo así como caricaturas, fantoches y machangos que inflan pecho cuando saben que el enemigo se encuentra a miles de kilómetros de distancia y escapan cuando sospechan que pueden tenerlos de frente…

No es una obra redonda, digámoslo de una vez, pero no creo que fuera ésta la pretensión de su autor, Juan Ignacio Royo Iranzo, quien firma y creo que conscientemente, un divertimento quizá con la esperanza de que los habitantes de todos esos Puertos Santos que salpican el planeta se vean reflejados en sus protagonistas con el fin de que se reconozcan en ellos y eviten –¡ay!– repetir la historia que ha castrado, precisamente, su manera de enfrentarse y entender  no la, sino su Historia.

Saludos, una novela que hace reír y pensar no es una mala novela, desde este lado del ordenador.

One Response to “Érase una vez en… ‘Puerto Santo’”

  1. Bebel Says:

    Me enganchó y la leí en dos días, pero me quedé con ganas de saber más, de profundizar más en los personajes y en la historia. Para eso están los escritores, para transmitirnos sus conocimientos y nosotros, los pobres diablos incultos, para quedarnos con la miel en los labios.

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