Robert E. Howard: el escritor adolescente

Imagino que como le pasó a mucha gente que forma parte de mi generación, Conan, el brutal guerrero cimerio, irrumpió por primera vez en sus vidas a través de las historietas que por las novelas escritas por Rober E. Howard, probablemente el más trágico de los escritores que formaron parte de lo que hoy se conoce como Círculo de Lovecraft.

Howard, que no se cansaba de asegurar que los relatos de Conan le venían dictados en sueños, fue un fecundo narrador de historias delirantes ambientadas la mayoría de ellas en universos fabulosos e imaginarios donde la razón de la espada iba siempre por delante que el de las equívocas palabras.

Con estas historias, presumo, el escritor solo pretendía escapar de la dura realidad provinciana en la que vivía. Realidad que se circunscribía a los límites de un polvoriento pueblo tejano de cuyo nombre no quiero acordarme y lugar en el que puso fin a su vida un 11 de junio de 1936 al ser incapaz de continuar adelante tras la muerte, apenas unas horas antes, de su madre.

Esta información sobre la vida de Howard la conocí tiempo después de haberme sumergido en su mundo siendo apenas un intrépido adolescente. Y gracias sobre todo a la inolvidable –y para quien les escribe mítica– colección Relatos salvajes que editaba con tan poco amor al arte la editorial española Vértice, que fue la primera que tradujo y publicó en este país de borregos los cómics basados en personajes de Howard como Conan, Kull y Solomon Kane, entre otros…

En colorines, a mi el Conan que me atrapó fue el de John  Buscema. Lamento decir a los estetas que maldita la gracia me hizo el estilizado que proponía Barry Windsor-Smith (con ese aire decante a lo Audrey Beardsley) por mucho que los expertos destaquen su excelencia como ilustrador para relegar a un segundo plano el trabajo vigoroso de, ya dije, Buscema.

Con Conan, personaje que cumple ochenta años, así como treinta la primera película que se realizó sobre el mítico guerrero, Conan el bárbaro, de mi apreciadísimo y reivindicado John Milius, me llevé una de las grandes sorpresas de mi vida cuando rebuscando en un puesto de libros de saldo en Madrid me encontré con uno que reunía algunos de sus cuentos  publicado por Bruguera.

Más tarde, ya en los ochenta, Planeta-Agostini reeditaría sus historias así como las continuaciones que rubricaron imitadores sin alcanzar el frenético e inocente brutal estilo de su autor original, en una serie de olvidables novelitas.

Novelitas, todas ellas, que se podían adquirir a precios populares en kioscos y no en librerías.

Estos volúmenes compartían espacio con otros títulos –ya en decadencia– del oeste y policíacos. Pero era ése, y no otro, el espacio natural de la obra de Howard. Y ése, y no otro, el público que reclamaba la obra de Howard.

Lamentablemente, y con el cambio de los tiempos, las historias del autor dieron el salto a las librerías en ediciones de lujo a precios inalcanzables para un chaval que hasta ese momento se había procurado con sus escasos ingresos algunos de sus títulos cuando los descubría junto al nuevo número de revistas tipo Penthouse o Private. Revistas, ohhh Crom, en las que castigadoramente se avisaba en portada: Solo para adultos.

A título particular, y con la formidable producción que dejó Howard antes de que se volara la tapa de los sesos, me quedo con los relatos de terror que escribió. En especial con su estremecedor La piedra negra, también con los cuentos que dedicó a Kull y Solomon Kane por encima, lo lamento, de los de Conan.

Entiendo, de todas formas, que fueran precisamente las historias de Conan –el feroz guerrero cimerio– las que alcanzaran popularidad por encima de otras de sus creaciones porque en todas ellas se resume lo que me gusta denominar como universo howardiano.

Un universo, el howardiano, donde la única ley es la de la espada y su héroe la encarnación del instinto masculino. Después de marcar territorio, nubla su mente con vino y mujeres de exótica belleza.

Conan, y por extensión las historias bárbaras de Howard, no son así recomendables para paladares exquisitos aunque sea caza mayor para los que se han acostumbrado a pulirlo con toda clase de sabores.

En estas historias se nota, además, que su autor escribía para sí mismo. Que le importaba un pimiento el lector. Eso quizá explique que la mayoría de sus relatos resulten sospechosamente miméticos en intenciones.

En todos, se detecta la rabia de vivir. Un agradecido furor nihilista que solo late con tan encendida llama en el corazón de quien fue toda su vida un escritor adolescente.

No, no he vuelto a leer las aventuras de Conan, ni de Solomon Kane ni Kull de Atlantis. Y en raras ocasiones he vuelto a poner mis ojos en sus cuentos de miedo, algunos excelentes que aún conservan un apreciado y refrescante latido popular que en vez de envejecerlos hace todo lo contrario: los rejuvenece. Y rejuvenece al lector que los lee de nuevo.

Con las historias que dedicó a sus personajes –y lo mismo me pasa con su amigo corresponsal H.P.L.– el intento de volver a perderme en sus historias ha resultado sin embargo frustrante. Lo que hace que piense una vez más que los escritores que te absorbieron en una etapa de tu vida ya no pueden ahora darte el mismo abrazo fraternal.

Son como buenos amigos a los que el peso de la existencia ha retirado de tu camino.

Los recuerdas con nostalgia y eres consciente de lo importante que fue conocerlos pero también que ya no te dicen nada.

Hablaba de todo esto esta misma semana con un colega a quien aprecio y respeto.

Creo sin embargo que su adolescencia como lector fue más triste que la mía porque nunca leyó a Robert E. Howard. Estaba entretenido en otras cosas, cosas que lo perdieron por otros vericuetos igual de confusos que los míos.

Coincidimos, no obstante, en que escritores de aquellos tiempos en los que nos formábamos como lectores aún conservan su identidad como amigos sin fracturas. Citamos a Stevenson, a Kipling, también a Conrad. Dejamos en el camino a H. Rider Haggard… Y yo descolgué a Howard. Aunque no su Piedra Negra.

Sirva por eso estas líneas apresuradas para rendirle el justo homenaje que le debo a su autor y a su noble descendencia de bárbaros que solo podían pensar con una espada en la mano.

A mi me falta esa espada.

Quizá vaya siendo hora de recuperarla y rendir pleitesía al dios Crom.

La película de Milius logró que despertase tan atávico instinto.

Instinto que permanecía dormido cuando las novelitas de Conan desaparecieron de los kioscos y terminaron en las librerías.

Ahora me doy cuenta que ese fue el momento en el que olvidé que la sangre derramada huele a victoria.

O que el poder de la espada está por encima del de las palabras.

Aunque, paradoja, en el caso de Robert E. Howard fueron las palabras las que le devolvieron, precisamente, el poder a esa misma espada.  

Saludos, ¡Por Crom!, desde este lado del ordenador.

3 Responses to “Robert E. Howard: el escritor adolescente”

  1. Arima Says:

    Recuerdo con muchísimo cariño las historias de Conan. Cuando yo era pequeña, mis hermanos, bastante mayores que yo, las coleccionaban, como muchísimos otros cómics. Incluso antes de saber leer me cuentan que las ojeaba y que me quedaba abstraída mirando los dibujos. Ya cuando pasaron los años y las ilustraciones me parecían insuficientes las comencé a leer, pero mi madre, un poco cansada de encontrar libros, vinilos y cómics de mis hermanos por todos lados, le dio un buen día uno de sus arrebatos por el orden y trágicamente fueran a tener a la basura, cosa que aún le sigo reprochando alguna vez que otra cuando la veo en actitud de “limpieza general”.

    Supongo que si en algún momento de nuestra historia la parte de la humanidad que ahora reza a un Dios permisivo y débil se hubiera decantado por Crom, que nos ofrece valor al nacer y no el inútil acto de colocar la otra mejilla, otro gallo nos hubiera cantado, ya que no formaríamos parte de una sociedad borrega que no es capaz de enfrentarse con la espada a sus propios problemas sino que espera que un ente que no ha visto jamás y que al parecer vive en el contaminado cielo que nos vigila se dedique a resolver sus problemas. Han pasado varios miles de años sin que haya hecho nunca caso a ni una sola de las oraciones, pero eso no parece hacer desfallecer a quien sigue apostando por su existencia y le sigue dando las gracias, ¿a qué?, ni idea, pero se ve que debe haber quien lo tengo claro. Perteneceríamos ahora a una sociedad bien distinta que actuaría por sí misma para no desencantar a un Dios que se burlaría de nosotros si nos dejamos avasallar, como hace Crom cuando pregunta por el secreto del acero y no sabes la respuesta.

    Y lo mejor de todos, si le invocáramos y no nos escuchara… podríamos mandarlo al infierno sin que ello supusiera una terrible blasfemia.

  2. admin Says:

    Esa –y otras tantas– es una de las razones por las que una madre no debería de empeñarse nunca en hacer limpieza general en el cuarto de los niños. ¡Cuántos sueños se han tirado a la basura por esa obsesiva manía de poner orden en el dichoso desorden!

  3. upyr Says:

    Las novelas son muy buenas ,sobre todo el Tesoro de Tranicos ,adaptada al comic por Buscema ,pictos ,piratas ,magos ,tesoros ocultos ,una verdadera maravilla. Clavos rojos es otro de mis relatos favoritos y fué adaptada por Barry w.s ,una verdadera joya del 9 arte.TE TENGO QUE PASAR UN COMIC sobre Brack Mac Horn ,personaje también Howardiano ,verás como a cambiado el estilo de Barry ,seguro que cambias de opinión ,ya sus figuras no son tan simples y el barroquismo de sus viñetas es delirante .Saludos y viva Howard y a ver si podremos disfrutar alguna vez a algo parecido a los pulp ,donde se consagraron muchos de los grandes .

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