Malditos roedores

Hay escritores cuya obra permanece inalterable con el paso del tiempo. Casi como si hubieran hecho un pacto con el mismísimo diablo porque apenas noto en ellas el arañazo del tiempo en su lectura y relecturas y sí nuevas claves e intenciones que no han perdido una gozosa actualidad, lo que hace que las descubra y redescubra con asombrada mirada…

Y no, no son vaguedades para justificar las razones de porqué me siguen atrayendo determinados libros por mucho que estuvieran escritos a finales del siglo XIX y principios del XX. Este es el caso, entre otros, de H. G. Wells, a quienes algunos consideran el padre de la ciencia ficción, aunque otros reclaman ese mismo derecho a Julio Verne.

Ya dediqué en cierta ocasión un post a Wells, autor al que llegué por fortuna siendo adolescente y desde entonces continúa acompañándome en el camino y emocionándome cuando me encuentro con algunos de sus libros. Por ello, quiero centrar mi atención en una adaptación cinematográfica dedicada a uno de sus títulos menos conocidos pero para quien les escribe uno de los más inquietantes y puntuales para entender su talento y agradecer el filme que me lo dio a conocer cuando solo había devorado La isla del doctor Moreau, La guerra de los mundos y El hombre invisible.

Me refiero a El alimento de los dioses, película de los años setenta dirigida por Bert I. Gordon, un cineasta fogueado en cintas de bajo presupuesto y con cierta querencia al gigantismo. Las iniciales del director son, de hecho, BIG, que en español se traduce como grande.

Gordon es responsable, entre otras cintas, de El increíble hombre creciente (The Amazing Colossal Man); Earth versus the Spider y The Empire of the Ants, entre otras, aunque la película por la que más lo recuerdo es por El alimento de los dioses (1976), basada en la novela de Wells y material literario que también inspiró una cinta precedente del director, Village of the Giants, estrenada en 1965.

Al cineasta y productor, también co-guionista de muchas de sus películas, no le interesaba demasiado lo actores como a otro grande del cine de serie B estadounidense, George Pal, pero sí se preocupaba por la historia y de dotarlas de efectos especiales que resultaran creíbles e impactantes al menos para su época.

Como otras tantas películas, entré a ver El alimento de los dioses en el cine Price de la capital tinerfeña atraído por su cartel, el mismo cartel que ilustra ahora este post sentimental y de espectador autodidacta curtido en cines de reestreno donde solían dejarme entrar pese a la edad y de los que no me cansaré nunca de repetir que en aquel entonces era lo más parecido a una aventura no ya por lo que contemplabas en pantalla sino por la gente que tenías sentada a tu alrededor.

Mi recuerdo de El alimento de los dioses de Gordon es algo así como un esplendoroso subidón de azúcar porque el filme reunía todos los elementos que me atraen del género: un grupo de personajes debe de enfrentarse en un entorno hostil a una amenaza misteriosa que parece que les supera en todas sus fuerzas…

Protagonizada por los veteranos Ralph Meeker (el mejor Mike Hammer en la mejor adaptación de una novela de Mike Spillane, El beso de la muerte) e Ida Lupino (El último refugio y Junior Bonner), Jon Cypher, Pamela Franklin, Marjoe Gortner y John McLiam, y coproducido por Samuel Z. Arkoff, El alimento de los dioses se desarrolla en una isla perdida de Canadá en la que una extraña sustancia química creada por el hombre hace crecer a los animales domésticos con el único propósito de resolver el problema del hambre en el mundo. Con lo que no cuenta el empresario que espera sacar tajada del invento, Ralph Meeker, es que también se alimentan de esta sustancia bichos tan repugnantes como avispas y ratas.

Contemplar cómo se las apañan las dos parejas protagonistas, que están rodeados en una casa por estas criaturas, durante la mayor parte de la segunda mitad de la película es uno de los atractivos que todavía hacen que esta cinta esté grabada en el disco duro de mi memoria. Es probable porque mi yo como espectador se identificaba con su desesperada lucha por sobrevivir. Especialmente ante el ataque que sufren de las ratas, lideradas todas ellas por un ratón blanco de perversos ojos escarlatas.

Vista de nuevo, es verdad que el paso del tiempo ha sido digamos que implacable con El alimento de los dioses, pero aún conserva un festivo espíritu gore que no decepcionará al aficionado y al despistado que tenga la suerte de encontrarse con ella. No cuenta la cinta, sin embargo, con el irónico pero terrible mensaje final de la novela original, aunque el the end sugiere la misma e inteligente conclusión que el título original de Wells…

Otras adaptaciones cinematográficas dedicadas al escritor para cuya obra lo que el viento se llevó carece de sentido son la excelente El hombre invisible (James Whale, 1933), La isla de las almas perdidas (Erle C. Kenton, 1932), que ha dado origen a otras tantas adaptaciones donde el doctor fue interpretado por Burt Lancaster y Marlon Brando; La guerra de los mundos (que además de la célebre alocución radiofónica capitaneada por Orson Welles dio origen a los filmes dirigidos por Byron Haskin, 1952  y Steven Spielberg, 2005) así como una novela de las muchas de no anticipación que escribió Wells, como es el delicioso musical camp La mitad de seis peniques (George Sidney, 1967), interpretado, entre otros actores, por el cantante Tommy Steele.

Saludos, me está gustando del cine de barrio, desde este lado del ordenador.

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