Flechazos (Bernal Díaz del Castillo)

Ya he intentado explicar que hay libros que me llaman en silencio y que cuando reparo en ellos su voz retumba dentro de mi cabeza con el mismo efecto devastador de una bomba nuclear.

Soy, así, de los que creen que existen libros que parecen que te estuvieran esperando, callados, humildes, como si formaran parte de tu vida sin que lo supieras hasta que, por una casualidad que no existe, reparas en ellos y los coges y hueles y lees hasta embriagarme en una suerte de gozosa fortuna que tiene algo de carnal y quiero pensar sexual…

Y entonces comprendo que el tiempo que he ido dilatando el encuentro mereció la pena porque el libro estaba ahí, esperando el momento en el que todos los elementos se confabularan para hacerme no sé si más feliz pero sí al menos para contribuir a que no renuncie a esa palabra que es esperanza mientras me sumerjo en sus páginas porque, lo que antaño intuí podía resultar un fastidio, ahora se ha transformado en un sendero repleto de luces que iluminan las oscuridades que llevo por dentro.

Me pasó con Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline, un autor que se puso de moda en unos tiempos universitarios que se difuminan en mi memoria y que la mayoría de los que hablaban –no recomendaban– su lectura sospecho ahora que no lo habían leído aunque se empeñaran en demostrar lo contrario.

Intenté por aquel entonces, lo juro, meterme en aquel texto que me parecía confuso y mal escrito. Para colmo de males, con el prejuicio de que su autor, Céline, fuera un señorito francés que no dudó en colaborar con los nazis y en pronunciar frases desafortunadas en contra de los judíos que iban desfilando día y noche hacía los campos de exterminio.

Pasado el tiempo, y relativamente malherido, encontré un ejemplar de aquel Viaje al fin de la noche y lo que antaño me resultó inconexo pasó a ser por obra y gracia de los dioses algo tan transparente como el agua.

El ejemplar que aún duerme en mi biblioteca está subrayado a lápiz, a veces incluso con una breve anotación en la que se puede observar unos signos de exclamación.

Algo parecido me sucedió durante un viaje por esa misma Grecia que hoy todos los ciudadanos de la Unión Europea pronuncian con boca pequeña.

Me llevé en aquel itinerario turístico La Iliada y La Odisea y Zeus, aunque prefiero pensar que fue Atenea, me contaminaron el alma  para descubrir alborozado que, efectivamente, los dioses cuando quieren caminan entre nosotros y que la novela de aventuras no sería verdad si no se hubiera escrito el fantástico viaje de vuelta a casa que emprende el astuto de Ulises.

El descubrimiento de otros libros, más que autores, se lo debo así a la casualidad y en ocasiones, raras, la verdad, a libreros inspirados y a amigos que, como Ezequiel Pérez Plasencia, me hizo fijarme en un autor, Joseph Roth, con el que desde entonces no dejo de reencontrarme, o Fiódor Dostoievski, un escritor al que me acerqué con el natural recelo de enfrentarme a sus voluminosas novelas…

El paso de la vida me ha mostrado así que mi corazón continuará latiendo mientras mi apetencia por la lectura –compulsiva y excéntrica, lo admito– no me abandone cuando la enfermedad decida tomar la carcasa que es mi cuerpo y aplatane todavía más ese pedazo que unos llaman alma y que en mi caso debe de encontrarse en alguna parte que hasta el momento desconozco.

Toda esta introducción viene a colación porque esa misma sensación que pretendo describir sin fortuna es la que siento ahora mismo con un ejemplar publicado en la colección Austral hace más de veinte años y que encontré –no fue fruto de la casualidad sino del flechazo– en una de mis habituales correrías por el Rastro de la capital tinerfeña.

Se trata de Historia verdadera de la conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, o la crónica de un testigo directo de uno de los episodios más gigantescos que han emprendido mis antepasados a los que reconozco y no renuncio, sobre el sometimiento de lo que hoy se conoce como Méjico.

El ejemplar que poseo es un volumen en el que se nota las huellas del tiempo, impreso con letra muy pequeña y que supera las quinientas páginas.

Está escrito en un embriagador castellano antiguo que traduzco en mi sesera con una actualidad placentera que me obliga a avanzar y avanzar en el relato porque estoy ante una obra de insólita y de desarmante objetividad en la que su autor –tenía ochenta años cuando redactó sus recuerdos como soldado y aventurero– describe con estilo seco, castrense, unos acontecimientos que hizo temblar a la misma Historia.

Y quizá sea debido a ese estilo seco y contundente con el que Bernal Díaz del Castillo quiere rendir homenaje a los hombres que acompañaron a Cortés en aquella campaña, anotando las escaramuzas, batallas, enfermedades y derrotas que salpicaron lo que no deja de ser una gigantesca aventura, la clave de un libro en el que no hay ánimo de reivindicar héroes sino mostrar el esfuerzo titánico de un grupo en el que no hubo un solo protagonista.

Casi parece, en este sentido, como si Bernal del Castillo quisiera dejar constancia que lo que se hizo no fue obra de un solo hombre, Hernán Cortés, sino de los hombres que acompañaron a Cortés.

Por eso se me antoja Historia verdadera de la conquista de la Nueva España una lección de periodismo tal y como lo tenía entendido en mi cabeza antes de que la cruda realidad me enseñara que es otra cosa…

Y hago cábalas mientras me pregunto ¿cómo demonios nadie, nadie, acometió la ambiciosa tarea de transformar lo que dictan estas páginas en un guión que tuviera la misión de traducir en imágenes lo que fueron capaces de hacer mis antepasados en territorio inhóspito, despiojándolo, tal y como lo despioja Bernal del Castillo, de leyenda?

Historia verdadera de la conquista de la Nueva España es un libro, en definitiva, con el que recupero mi compromiso de honor con los volúmenes que me hacen pensar qué grande es la literatura.

También mi atolondrado asombro de que un lector en 2012 aprenda a comportarse como persona a través de las experiencias que vivieron sus semejantes pero en el siglo XVI.

Una experiencia narrada con humildad, que no hace queja de los sufrimientos y tragedias que padecieron mientras conquistaban lo que era un Nuevo Mundo.

Un relato, en definitiva, de hombres que solo sabían caminar dando pasos hacia adelante.

Bernal Díaz del Castillo falleció en la indigencia.

Dejó solo a sus hijos este fascinante relato a modo de herencia. Iconsciente él, y eso lo hace más grande todavía si cabe, del formidable legado que nos dejaba a quienes hoy nos consideramos sus legítimos descendientes.

Leo en voz alta sus páginas mientras recorro los largos pasillos de mi mansión. Y cuando cierro la boca solo puedo agradecer haberme topado con este ejemplar usado una mañana soleada de domingo en el Rastro de la capital tinerfeña.

Hago el signo.

Bajo la cabeza con humildad y susurro la palabra sagrada:

Gracias.

Saludos, ni un paso atrás, desde este lado del ordenador.

2 Responses to “Flechazos (Bernal Díaz del Castillo)”

  1. francisco estupiñán Says:

    Querido Eduardo: Creo que hasta te quedas algo corto con tu fascinación por Historia verdadera… o yo soy más mitómano con ella. En mi modesta opinión es, junto al indiscutido Quijote, el otro gran monumento literario en español, aunque no recibe el trato merecido en el canon. La reciente edición de la RAE, además, es magnífica. Un abrazo.

  2. admin Says:

    Gracias, por tan brillante reivindicación. Un abrazo.

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